Solemos vivir completamente ajenos a innumerables influencias que sólo registra nuestro inconsciente. La mejor manera de ejemplificar ésto es escudriñar todo lo que ocurre en una conversación sólo durante cuatro segundos y medio.
Eso es lo que hizo William Condon en la década de 1960.
Condon se dedicó a estudiar durante (atención) un año y medio un fragmento de cuatro segundos y medio de una grabación en video de una conversación. En ella, una mujer le dice a un hombre y a un niño, mientras están cenando: “Deberíais venir todas las noches. Hacía meses que no teníamos una cena tan agradable.”
Bien, yo, en clase de literatura, he llegado a escribir análisis de cuatro páginas para un simple poema de 4 líneas. Pero dedicar año y medio a desgranar una conversación tan corta y simple, seccionando la película en fotogramas, cada uno de los cuales representaba un cuarentaicincoavo de segundo, ¿no suena exagerado?
Lo es si pensamos en una conversación entre personas como lo que vemos conscientemente. Pero a un nivel subliminal, ocurren muchas más cosas. Suficientes para escribir libros enteros. Así describe Condon el fragmento:
Para estudiar con cuidado la organización y secuencia de estos cortes, el acercamiento debe ser naturalista. Es decir, hay que sentarse a mirar una y otra vez, durante miles de horas, hasta que empieza a emerger el orden inherente a la materia observada. Es algo así como esculpir… Cuando más se estudia, se van descubriendo más datos sobre ese orden. Mientras miraba una y otra vez este fragmento de película, tenía una visión errónea del universo que se crea cuando tiene lugar la comunicación entre las personas. De alguna manera, éste era mi modelo: alguien emite un mensaje, otra persona lo devuelve. Los mensajes están por todas partes, pero había algo curioso en todo aquello.
Entonces, ¿qué descubrió Condon en este fragmento mínimo de interacción entre personas? ¿Qué datos entresacó de los yacimientos más profundos de la comunicación no verbal?
De tanto analizar el video de cuatro segundos y medio de conversación de aquella familia, Condon empezó a detectar toda clase de micromovimientos y otros patrones que se repetían sin cesar. Los tres miembros de la familia participaban inconscientemente en lo que Condon denominó “sincronía interactiva”.
La conversación poseía una dimensión física rítmica. En cada fotograma, cada persona movía un hombro, una mejilla, una ceja o una mano, mantenía el gesto, lo detenía, cambiaba de dirección y volvía a empezar de nuevo. Dichos movimientos se acompasaban perfectamente con las palabras que esa misma persona pronunciaba (enfatizando, subrayando, elaborando el proceso de articulación), de manera que, en efecto, el hablante estaba danzando su propio discurso.
Simultáneamente, las otras personas de la mesa danzaban también, moviendo la cara, los hombros, las manos y todo su cuerpo al mismo ritmo.
Investigaciones posteriores han revelado que esta armonía existe no sólo en la secuencia de gestos, sino también en el ritmo de la conversación. Cuando dos personas hablan, el volumen y la entonación de ambos se nivelan. Se equilibra lo que los lingüistas llaman tasa de discurso, es decir, el número de sonidos por segundo. Lo mismo ocurre con la latencia o lapso de tiempo que va desde que uno de los hablantes hace una pausa hasta el momento en que el otro comienza a hablar.
Ya un bebé de uno o dos días sincroniza naturalmente los movimientos de su cabeza, codos, hombros, caderas y pies con los modelos de diálogo de los adultos que los rodean. Imaginad, pues, hasta qué punto la gente que nos rodea influye en cómo hablamos, nos movemos y, en suma, nos comportamos.
Por supuesto, tal y como ocurre con todos los rasgos humanos especializados, hay personas que dominan estos reflejos mejor que otras. De ahí nacen personalidades más potentes o persuasivas: las que son capaces que los demás bailen más a su ritmo, estableciendo los términos de la interacción.
A todo esto hay que sumarle lo que se podría llamar “contagio emocional”, que surge de la empatía natural que todos poseemos, así como la inevitable tendencia al mimetismo. Es decir, que si nuestro interlocutor sonríe, es más probable que nosotros sonriamos.
Bajo esta premisa, los psicólogos Elaine Hartfield y John Cacioppo, junto con el historiador Richard Rapson, dieron un paso más allá.
Lo que Hartfield y Cacioppo concluyeron es que no sólo contagiamos gestos sino también emociones, hasta niveles insospechados. Más o menos todo lo hemos intuido: cuando estamos con alguien que está de buen humor, nosotros también nos animamos.
Pero la idea es un poco más compleja. Creemos que la emoción va de dentro a fuera. Pero el contagio emocional viene a decir que lo contrario es también cierto, que si consigo que la otra persona sonría, quiere decir que puedo hacer que se sienta alegre. Y si logro que el otro ponga cara de pena, conseguiré que se sienta triste. En ese sentido, la emoción viaja de fuera a dentro.
Es decir, que si pensamos en las emociones como una cosa que puede desencadenarse por un simple movimiento de músculos faciales, entonces podemos llegar a entender mucho mejor cómo ciertas personas ejercen una gran influencia en los demás. O sea, que si hay personas que expresan mejor sus emociones es porque resultan mucho más contagiosos de las mismas. Los psicólogos llaman a esta clase de personas “emisores”.
Estas personas, al parecer, tienen una localización de los músculos faciales diferente al resto de gente, tanto en su forma como en su prevalencia.
Howard Friedman, psicólogo de la Universidad de California, en Riverside, ha desarrollado lo que él denomina el test de comunicación afectiva. Lo usa para medir esta capacidad de emitir emociones y contagiarlas a los demás. Consiste en un cuestionario de trece preguntas. Por ejemplo: si uno es capaz de estarse quieto mientras escucha buena música de baile, si su carcajada es muy fuerte, si toca a sus amigos mientras habla con ellos, si se le dan bien las miradas seductoras, o si le gusta ser el centro de atención. La puntuación más alta es de 117 puntos, y la media, según Friedman, es de unos 71 puntos.
Las personas con puntuaciones más elevadas, aparentemente, serían individuos aquejados de una enfermedad tremendamente contagiosa. El contagio emocional. La capacidad de hacernos sentir como ellos se sienten.
Para demostrarlo, Friedman mezcló a los que obtuvieron puntuaciones más altas con los que tuvieron puntuaciones más bajas. Previamente, todos ellos rellenaron un cuestionario en el que se medía cómo se sentían en ese momento. Después de formar parejas en habitaciones separadas formadas por una persona de alta puntuación y otra de baja, tras sólo dos minutos de interacción, se les volvió a pedir que rellenaran un nuevo cuestionario sobre cómo se sentían.
Friedman descubrió que, en sólo dos minutos, y sin haber cruzado palabra, los que habían tenido puntuaciones bajas habían terminado contagiados por el humor de los que tenían más puntuación. Nunca fue al contrario.
Tenedlo en cuenta a la hora de escoger la gente que os rodeará.
Fuente: La clave del éxito de Malcolm Gladwell
genciencia.com por Sergio Parra
3 de junio de 2010
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