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Lo que dice la ciencia es verdad; lo que opinas tú, no

Supongo que empezaréis a leer estas líneas con los ojos un poco enfurecidos después del provocativo titular. Pero el titular no es tan provocativo como parece (si bien necesita de una pequeña matización).

Todo empezó la semana pasada, cuando estaba en una cafetería con un amigo y le expliqué uno de los artículos que tenía pensados para Genciencia. No importa cuál, lo que importa es que el artículo venía a desarrollar una serie de estudios que habían llevado a cabo científicos de diversas universidades.

A mi amigo no le gustaron las conclusiones del artículo (tampoco importa si no le gustaron a nivel personal, político o moral), y por esa razón trató de impugnarlas.

Yo traté entonces de explicarle mejor el contenido de dichos estudios, porque creía que él los había malinterpretado. Finalmente, mi contertulio me espetó, acorralado: ésa es tu opinión. Aparte de lo obvio (“sí, claro, esto es lo que digo yo”), tuve que defenderme: no, no es mi opinión. Yo no tenía ninguna opinión fundada sobre ese determinado tema, sobre todo porque no tenía suficientes conocimientos sobre ello.

Lo expuesto, pues, no era mi opinión: sólo le estaba transmitiendo lo leído en un estudio, lo reflejado en los manuales de biología… las instrucciones de una lavadora o el funcionamiento de la física newtoniana. Así pues, no sólo no era mi opinión sino que…parte de lo expuesto ni siquiera era opinable.

Ya os imagináis a dónde me mandó mi amigo.

Sin embargo, voy a tratar de desgranar los motivos por los cuales las personas no somos capaces (hasta cierto punto) de opinar sobre asuntos complejos del ámbito de la ciencia. O si nos ponemos más técnicos, voy a intentar hablaros de epistemología de una forma resumida y asequible (y limando determinados flecos que aún hoy son motivo de discusión pero que en lo sustancial no alteran el mensaje que quiero transmitir).

Tomemos aire y… vamos allá.

La mayoría del pensamiento de las personas carece de rigor porque acostumbra a confundir dos o más de los siguientes niveles de análisis:

-Ontología: trata de los objetos que existen en el mundo y de qué enunciados acerca de dichos objetos son verdaderos.

-Epistemología: trata de cómo podemos obtener conocimiento de verdades acerca de lo que nos rodea, y también de cómo se puede juzgar la fiabilidad de dicho conocimiento.

-Sociología del conocimiento: trata de en qué medida los seres humanos pueden conocer dichas verdades dados unos determinados factores sociales, económicos, políticos, culturales e ideológicos.

-Ética individual: trata sobre la legitimidad de emprender o no emprender determinadas investigaciones por parte de un científico.

-Ética social: trata sobre qué tipos de investigación debe la sociedad incentivar, subvencionar o financiar con fondos públicos.

Los individuos (muy en boga hoy en día) que esgrimen la idea de que el conocimiento es relativo, que todo es subjetivo, que la verdad no existe o que todos los puntos de vista son válidos en base a su cultura o manera de interpretar el mundo, es decir, los defensores de la versión extrema del constructivismo social y el relativismo, acostumbran a mezclar y confundir, sobre todo, la ontología con la epistemología y la sociología del conocimiento.

No quiero aburriros con largas disquisiciones: la filosofía de la ciencia es un tema amplio y muy complejo para las hechuras de un artículo como éste. Pero en la próxima entrega trataré de exponer de una manera básica y entendible la razón de que muchas personas no acostumbren a pensar científicamente cuando deben enfrentarse al conocimiento científico.

En puridad, no hay demasiadas diferencias entre la epistemología de la ciencia y la epistemología de la vida cotidiana. Es decir, que todos vosotros tenéis cierto grado de pensamiento científico. Historiadores, detectives, electricistas… todos usan los mismos métodos básicos de inducción, deducción y evaluación de los datos que los físicos o los bioquímicos.

La diferencia crucial es que la ciencia moderna intenta llevar a cabo esas operaciones de forma más cuidadosa y sistemática, por ejemplo usando controles y ensayos estadísticos, insistiendo en la repetición, desconfiando de testimonios, etc.

Tampoco se basa sólo en la observación (por ejemplo, como he visto a un gnomo o que un amigo mío puede levitar, entonces los gnomos y los superhéroes existen): el razonamiento por el que se pasa de las observaciones científicas a las teorías científicas es mucho más intrincado y precisa de una enorme red de datos empíricos, no de una sola observación.

Resumido en una frase de Clovis Andersen: “Uno no sabe nada hasta que no sabe por qué lo sabe.”

Llegados a este punto, mi amigo de cafetería podría discrepar de los estudios que le había presentado pero… ¿hasta qué punto podría hacerlo? Como dije, hay verdades científicas que no son opinables (salvo que aportes un quintal de pruebas, con lo cual dejas de opinar para sostener evidencias). Por ejemplo, si explico a alguien el funcionamiento de un aparato de radio, él no puede replicar: ésa es tu opinión, pero yo creo, contra lo que dice la teoría, que la radio no funciona así.

Llegados a este punto, cabe considerar entonces lo que significan los conocimientos científicos objetivos.

¿Existen? Para algunos intelectuales no existen, e incluso afirman cosas como que la teoría cosmológica del Big Bang puede ser cierta “para nuestra cultura” pero la historia de creación de los zunis es equivalentemente válida para ellos.

El quid de la cuestión, sin embargo, no es si existen conocimientos objetivos, sino que difícilmente sabremos si los hemos obtenido, porque la ciencia se basa en pequeñas aproximaciones a la verdad. Así pues, aunque la verdad de los conocimientos científicos sea sólo consensuada, temporal y sujeta a refutación, no contribuye en nada al nivel intelectual que haya críticos sobre el nivel de objetividad de la ciencia o que aseguren que cualquier visión sobre ello es válida.

El motivo principal para creer en la validez de las teorías científicas (como mínimo de las mejor verificadas) es que ofrecen una explicación a la coherencia de nuestra experiencia, es decir, a todas nuestras observaciones, incluyendo los resultados de los experimentos de laboratorio cuyo objetivo es comprobar cuantitativamente (algunas veces con una precisión asombrosa) las predicciones de las teorías científicas.

Considérese el siguiente experimento mental. Supongamos que un geniecillo laplaciano nos proporcionara toda la información imaginable sobre la Inglaterra del siglo XVII que pudiera calificarse de sociológica o psicológica: los conflictos entre los miembros de la Royal Society, todos los datos sobre producción económica y relaciones entre clases, etc. Incluyamos también documentos que se destruyeron posteriormente y conversaciones privadas que nunca fueron grabadas. Añadámosle un ordenador gigante y superrápido que procese toda esta información. Pero no incluyamos ningún dato astronómico (tales como las observaciones de Kepler y Brahe). Ahora, intentemos “predecir” a partir de estos datos que los científicos aceptarán una teoría en la que la fuerza gravitatoria disminuye proporcionalmente al cuadrado inverso de la distancia, y no con respecto al cubo inverso. ¿Cómo sería posible hacer semejante predicción? ¿Qué tipo de razonamiento podría utilizarse? Parece obvio que este resultado no se puede “extraer” sencillamente de aquellos datos.

Las ideas de los zunis (o las de mi compañero de café) no son equivalentes porque, aunque también puedan basarse en los mismos métodos de inducción, deducción y evaluación de datos, la ciencia contemporánea intenta llevar a cabo estas operaciones de una manera más meticulosa y sistemática, sirviéndose de instrumentos como pruebas de control, estadísticas o la reiteración de experimentos, entre otros. Además, las mediciones científicas son a menudo mucho más precisas que las observaciones personales o cotidianas, y entran frecuentemente en conflicto con el sentido común o la intuición.

La ciencia es el método más objetivo de conocimiento, y no importa a nivel práctico que existan realidades más objetivas aún si no somos capaces de evidenciar si existen o no.

Como resume el físico Alan Sokal:

El progresismo político debe procurar que esos conocimientos se distribuyan lo más democráticamente posible y se dediquen a fines socialmente útiles. Lo cierto es que la crítica epistemológica radical socava fatalmente la necesaria crítica política eliminando su fundamento fáctico. Después de todo, la única razón por la que las armas nucleares son un peligro para todo el mundo es que las teorías de física nuclear en las que se basa su construcción son, al menos con un alto grado de aproximación, objetivamente verdaderas.

Nunca hay que cansarse de repetir, no obstante, que todos los principios del método científico son insuficientes. No existe una sistematización completa de la racionalidad ni de la objetividad. Pero, de momento, no hay procedimiento más exhaustivo que éste, sobre todo desde que se sentaron los principios epistemológicos generales en el siglo XVII: mostrarse escéptico ante argumentos a priori, revelaciones, textos sagrados y argumentos de autoridad.

Por supuesto, este tema es mucho más complejo y controvertido de cómo lo he presentado, pero valga como aproximación y como punto de partida a fin de que busquéis más información por vuestros propios medios.

Naturalmente, no debéis dejar de consultar los escritos de filósofos como Quine, Kuhn o Feyerabend, en quienes se basa gran parte del escepticismo contemporáneo. Y La lógica del descubrimiento científico de Popper, a fin de entender mejor las críticas ambiguas que ha vertido Feyerabend al mismo, como su “todo vale”.

Finalmente, no si queréis un texto donde se reúnan perlas de todos estos autores y una crítica general a los mismos, entonces no os perdáis algunos capítulos de Imposturas intelectuales, de Sokal y Bricmont, y, para estómagos fuertes, su segunda parte, mucho más documentada y profusa: Más allá de las imposturas intelectuales, de Sokal.

No os servirá para discutir con vuestro compañero de café sobre lo que es opinable y no. Pero quizá ayude.
Como epílogo, no puedo evitar citar al inmenso Bertrand Russell:

Entiendo por integridad intelectual el hábito de decidir cuestiones espinosas de conformidad con los datos contrastables, o dejarlas sin decidir cuando dichos datos no son concluyentes. Esta virtud, aunque subestimada por casi todos los adictos a cualquier sistema dogmático, es, en mi opinión, de la máxima importancia social y tiene muchas más probabilidades de resultar beneficiosa para el mundo que el cristianismo o cualquier otro sistema de creencias organizadas.


Vía | Más allá de las imposturas intelectuales de Alan Sokal
Fuente: Sergio Parra www.genciencia.com 23 de septiembre de 2010


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