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EN EL JUEGO DE ROMPER ESPEJOS


Por Guadalupe Amescua Villela
Directora de CESIGUE

“…vivíamos muy tranquilos, no nos llevábamos precisamente de maravilla, pero tampoco había demasiados problemas. Si, era frecuente que a él se le pasaran las copas, pero cuando estaba tomado era tranquilo, incluso a veces más cariñoso. Yo le pedía que no tomara, pero al mismo tiempo no podía pensar en separarme de él… si a veces, yo le decía qué hacer, de alguna manera me gustaba sentirme importante y necesitada”
“cuando nuestra relación empezó, todo el tiempo nos gustaba estar juntos, y si nos separábamos ya nos estábamos llamando o mandando mensajes. No me importó ir dejando de ver a mis amigas, y algunas otras actividades que antes hacía, pues el amor está primero. Además era tan importante para mi sentirme necesitada, saber que yo venía a llenar los huecos y el vacío que él tenía ”
“ella siempre estaba en casa con los niños, dejó de ser la mujer que siempre pensé que era, ahora no sé con quién estoy, es como si no la conociera.”

Estoy segura de que todos hemos escuchado a alguien decir alguna de estas frases, ya sea de nuestras amistades, de nuestros pacientes, o tal vez incluso nosotras mismas las hemos dicho y vivido.
Tarde o temprano se romperá el encanto, muchas veces se precipita porque el otro idealizado hace algo que ya no se puede soportar y entonces se rompe de un golpe o bien, poco a poco la persona codependiente se harta de la situación. Cuando esto pasa, la impresión que tiene la persona es que “algo pasó de momento”, algo que antes no estaba allí, que el otro no había hecho antes, -o al menos no tanto- La sensación es de haber sido sorprendidos, engañados, y además de desconocer a la persona que se tiene enfrente. Por otro lado, no se quiere terminar la relación, no se está preparado para enfrentar una separación, el temor principal es la soledad, la pérdida, el abandono, y renunciar a los ideales que se habían puesto en la pareja.
El conflicto principal es: la sensación de engaño y temor a la soledad y por otro lado el verse confrontado a una realidad, a un desconocido.
¿Cómo podemos explicar este fenómeno tan frecuente?
1. La idealización
Mucho antes de iniciar una relación, ya se tiene un imaginario, un ideal de la persona que se desea encontrar. Este ideal se construye a partir de las expectativas familiares y sociales, que vamos haciendo nuestras a través de la vida. Queremos un hombre, alto, guapo, delgado, con una profesión, buen proveedor, que nos quiera y además de todo que sea buen amante -por supuesto- Esto es de lo que nos damos cuenta, pero además hay otros modelos que también se recogen del ambiente inmediato, y que pasan más inadvertidos. Por ejemplo, se eligen hombres inmaduros, violentos, alcohólicos, o a los que hay que cuidar. O también buscamos a través de una relación, cumplir ideales previstos para nosotras mismas: ser salvadoras, cuidadoras, educadoras y para esto por supuesto que se necesita un hombre un poco –o un mucho- inválido.
Lo peor viene cuando se combinan ambos ideales: se elige a un hombre que aparentemente es el príncipe azul, pero que se encuentra bajo algún hechizo del cual necesita ser salvado. De esta manera se tiene al príncipe y nosotras nos convertimos por lo tanto en la princesa ideal.
2. La confluencia
Para conservar este tipo de relaciones idealizadas, en donde se da una dialéctica en lo intercambiable de las posiciones salvador-salvado, controlado-controlador, ya que muchas veces se pierde la capacidad de separar si uno controla o es controlado, o quien está salvando a quien, o quién tiene más temor de ser abandonado, entonces, algo que ineludiblemente pasa es la confluencia.
Esto quiere decir que uno se pierde en el otro. Alguien, o ambos, van perdiendo su capacidad de saber lo que quieren, siempre acceden a los deseos del otro, pues es la única manera conocida de conservar la relación.
Hay un temor muy grande, de que “si dejo de hacer lo que el otro me pide, ya no me va a querer, me va a abandonar” y entonces no sólo se accede a lo que el otro quiere sino que incluso se llega a perder la capacidad de saber lo que uno mismo desea. Se da una fusión tan absoluta, que lo único que la puede romper es una gran crisis. Uno se ha ido traicionando a sí mismo, ahora sólo queda hacer manifiesta la traición al otro.
En el fondo, desde el principio hay una autoestima muy baja, un sentido del self muy deficiente: “si no hago méritos, si no accedo a lo que el otro me pide, entonces no voy a ser aceptada”. Puede suceder a la inversa: se pone en el otro la deficiencia, la descalificación para que uno pueda entrar como salvadora. “si la otra persona me está pidiendo que yo haga esto, no puedo decirle que no, pues se va a sentir herida y eso es muy feo”
Sea como sea, se cae en la trampa de la confluencia: de perderse uno en el otro.
La única forma de re-encontrarse, es romper la ilusión especular, romper ese espejo en el cual uno alza la mano, y el otro la alza igual.
Hay algo sano que finalmente busca su última opción: en forma desesperada se produce una crisis, una ruptura de esa inmovilidad especular, esperanza de re-encuentro con uno mismo, confrontación a todos los miedos tan temidos.
3. Empezar a ver: el fondo se hace figura
Se rompe el espejo, se caen los velos, se de-vela: o sea somos capaces de ver, lo que de alguna manera siempre estuvo allí, pero mezclado en el fondo. Como en esos dibujos con figuras escondidas, que de chicos nos entretenía para buscar animales o figuras escondidas en una trama de un dibujo.
Al principio nos sorprende, nos hace sentir engañados, “cómo es posible, si antes no era así” “si siempre estamos juntos” “si me había prometido….” “ya no es la persona que yo conocía, es como estar frente a un desconocido”, “si lo hubiera sabido desde el principio no estuviera aquí en esta relación-“
Viene el dolor de la ruptura, pero no sólo con el otro, sino sobre todo con el ideal, con ese sueño depositado en el otro, la ruptura de la ilusión y del espejo.
La violencia de la “traición” de esa falta de cubrir “mis expectativas” nos deja desnudas, vulnerables, solas, abandonadas, el dolor es desgarrante.
Pero al mismo tiempo es la posibilidad finalmente de hacer figura: de que del fondo emerja aquello que estaba oculto, que de alguna manera siempre supimos, pero no queríamos ver. La realidad aparece, dejamos de ver a Freud para ver a la mujer desnuda o a la vieja, dejamos de ver el perfil y vemos las dos copas. Siempre estuvieron allí pero era mejor ver solamente a Freud, ver la vieja no es tan agradable.
La conciencia entra de golpe, con un dolor intenso, pero al mismo tiempo el horizonte visual se amplia, se abren las fronteras de un golpe, para dar paso a una nueva realidad, misma que nos permitirá crecer y ser libres.
Es nuestra opción: el self pone en juego la función ego, tiene que elegir, entre regresarse a lo cómodo, culpar al otro, quedarse atorado en el rencor de la traición, o avanzar, aceptar la responsabilidad propia de la confluencia/control, de la necesidad de haber sido salvador/salvado, y abrirse a experimentar la posibilidad de una nueva existencia, de aprender a vivir de una forma más auténtica y diferente.
Es donde el papel del terapeuta cobra importancia, no se trata de ayudar al paciente a culpar al otro, no se trata de exagerar compadecerse, ni de que el terapeuta asuma ahora el papel de salvador, y el paciente siga siendo salvado.
El terapeuta debe comprender profundamente lo que significa no estar en la confluencia, no controlar, no ser salvador, romper el temor al abandono, las ilusiones proyectadas, esto es como llevar al paciente a un nuevo campo: el de la interdependencia, el de saber estar en contacto y luego hacer retirada, sanar la imagen propia, aceptar y aceptarse, desarrollar relaciones de respeto, reconocer las propias necesidades y saber decir NO.
Agosto 2011

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