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Escribir a quien se ama (Parte I)



Jorge Viera
Rev. UNO MISMO
Había una vez un esteta francés que escribió: Nunca se consigue hablar sobre lo que se ama. Y es cierto pero, como él mismo se encargó de probar, sólo retóricamente cierto. Sobre quien se ama se puede escribir de manera elíptica, perifrástica, perversa hasta, por lo menos, haber cercado el espacio —o cuando mas no sea el vacío— de su dominio. Sobre quien se ama se puede escribir incluso física, literalmente: haciéndole —un poco a la manera de Stendhal- tatuaje sobre la piel, o escribiendo un número telefónico en la palma de su mano. Todas estas son verdades o chistes retóricos, pero lo verdaderamente imposible, ya se sabe, no es escribir sobre quien se ama sino a quien se ama.

Nunca más lejano, nunca más autosuficiente, desligado, ajeno respecto de quien se ama como cuando se acaba de enviarle una carta en la que está escrito: te amo. El amor parece cobrar la forma de las palabras y en cierta medida se evade de quien lo expresa. Escrito, el amor es más que nunca una cosa material, y sobre todo una cosa lanzada, eyectada fuera de sí como el semen por el cual, una vez eyaculado, no se hacen reclamos ni se tiene nostalgia. La carta es, ahora, una cosa hacia y en quien amo: su pedido de respuesta es con frecuencia mas ansioso que la espera real con que será honrado; las dudas transcritas al papel enseguida se desvanecen o se olvidan; en cuanto a las quejas, no son más que la aclaración de un síntoma, de un sufrimiento, en suma, el planteo de un problema del amante-escritor que, por el solo hecho de haber sido escrito, de ser graficado, empieza inmediatamente el proceso de su resolución.

¿Y, ahora que la carta esta escrita y enviada?

Para comenzar, el alivio que sobreviene a la conclusión de cualquier escritura. Para continuar, el alivio superlativo que supone el hecho de haber plegado, ensobrado la carta y abandonado el sobre en la oficina de correos. La carta, en el momento inmediatamente posterior al envío, se asemeja al lanzamiento de una bomba, con una trayectoria calculada, sobre un objetivo cierto. El amante-escritor ha estado sometido durante días —o tal vez semanas y hasta meses— a la tensión insoportable de escribir (a diseñar el mecanismo implacable de la bomba). Ahora se siente relevado de un oficio insano, de una urgencia desconsiderada que ni siquiera podría reprochar a nadie. Ahora, triunfalmente, ha transferido su amor y su problema a otro: el que esta obligado a recibir y, acaso, a responder. El/ella, mientras tanto, esta libre de la fijeza de las palabras, y sobre todo libre de la fijeza de sus propias palabras, las que ha escrito. Si no es un amante que a la obsesividad natural del amor añada la obsesividad específica del escritor -y no ha guardado copia de la carta ‑ ha de olvidar y confundir paulatinamente las palabras que ha dirigido a su destinatario amoroso para quien, en cambio, estas se vuelven cada vez más fijas y nítidas, y no admiten contradicción. La carta de amor, podría decirse, es un contrato y un compromiso, pero, sin fuerza legal.
El desfasaje entre el momento de la emisión de la carta y el momento en que se consume en los ojos del destinatario, esa dolorosa síncopa que a menudo hace tabla rasa de los amores, es una producción anónima que podría llamarse la producción de la distan­cia. La distancia, esa constante en las canciones de amor en que, por una confabulación de acontecimientos incontenibles, imprevisibles, el curso de los hechos se opone o se aparta del sentido de las palabras escritas en la carta de amor. Palabras imperdonables. Somos mas permeables al aceptar que él/ella pueda haber dicho que nos amaba en el momento en que alcanzábamos un orgasmo —ya sea falseando la verdad o afectando ese extraño tipo de sinceridad que dura solo el instante de decir te amo— a que luego de emitir —de puño y letra— premeditadas frases "comprometedoras", se abstenga de ha­cerles honor "al pie de la letra" afectando en cambio desaprensivas o crueles impro­visaciones. En el dominio del amor so­mos siempre dramáticos y, con frecuen­cia, trágicos. El protagonismo de la pasión o de la ternura nos impulsa fatalmen­te hacia posiciones heroicas.
Rev. UNO MISMO. 1994. No 138. Diciembre.


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