Jorge Viera
Rev UNO MISMO
El lenguaje
que no alcanza
A la ingratitud del
hecho de intentar comunicar algo —a través del lenguaje— a su objeto amado, se añade —para el amante-escritor— la desventaja de que su destinatario suele
ser el tipo de lector más incomprensivo, mas
exigente, y mas tonto. El
amado-destinatario es aquel tipo de lector que solo quiere ver escrita
la letra de su deseo. Enfrentado a una producción
costosa y perfectible —la carta de
amor— se desinteresa de lo costoso y es incapaz de perdonar lo
perfectible. Si su amante-escritor desea
comunicarle que, por el momento, no puede trasponer la distancia que los separa, corre el riesgo de
ser acusado de dilatorio. Si, en cambio, profiere su amor con intensidad y hace un reclamo
de presencia, se expone a la calificación de
exagerado, incluso falsario y, lo que es aun peor, a ocluir la capacidad de respuesta de su amado-destinatario. Por último, si el amante-escritor sólo
desea comunicar al otro su conclusión
unilateral de la relación —a modo de un
release que permita al otro, de allí en adelante, rehacer su vida—, ¿que estilo de expresión será nunca considerado el ideal para
comunicar una ruptura? Si, en la comunicación
de una ruptura, el amante adopta un tono excesivamente dulce resultara
sospechoso de tratar de retener narcisísticamente —por efecto de una capacidad encantatoria a la que ni siquiera renuncia en el momento final de la relación— a su objeto amado. Si, en cambio,
su respuesta es seca, informativa, lacónica, su estilo ha de resultar ingrato
para la calidad del afecto recibido. El amante-escritor, acosado por la ineficacia del lenguaje como medio de comunicación, puede utilizar el recurso extremo de renunciar a él. En tal caso, su falta
de respuesta, la
transparencia de su silencio, resultará
sencilla y apropiadamente cruel. No es que las palabras sean incapaces de comunicar, e incluso de
comunicar explícitamente.
Es que las palabras, especie de minerales en los que ha
sedimentado toda una era
geológica de sentidos antiguos,
no expresan nunca puramente
un sentido, sino cada
vez un nuevo sentido contaminado por restos arcaicos, y
el sentido amoroso (lo que se supone que
el amante desea expresar) proviene de un dominio tan indefinible —el dominio del amor—que con frecuencia es un misterio hasta para quien trata de escribirlo
(las cosas que se
sienten ¿están antes, después o en las palabras?
La grafía del amor es algo así como lo que el
amante intentaba decir, lo que se supone decían
sus sentimientos, lo que se supone que
hubiera actuado, lo que se supone que hubiera dicho de haber estado allí él mismo en lugar de su escritura. La carta de amor, en su pretensión de ser una comunicación, no consigue ser más que un dibujo
alusivo a una comunicación o a un sentimiento y, como tal, a menudo se expone y se atesora. Se dice con mayor
frecuencia: ¿no te mostré la carta que me mandó X? que ¿No te di a leer la carta que me mando
X? Objeto de una exhibición en la que coexisten el goce de presentar a la vez
una prueba y una ofrenda, la carta de amor es una cosa tangible que —
consciente o inconscientemente— fue concebida como tal. La carta de amor
resultaría mucho más amorosa para su destinatario si éste, en
lugar de pensar "el/ella me escribió una carta" pensara: "el/ella dibujó estos signos para mí'". Se
rescataría, con este pensamiento, una actitud sobreimpresa a los signos: la
actitud de todo el cuerpo en situación de escribir, la actitud de todo el
sujeto en función de estar sujetado, ante todo, a la obsesión —y al
trabajo— de la escritura. Esa imagen, la trabajosa artesanía de un dibujo por
parte de las manos, por parte del cuerpo encorvado del amante, es el verdadero
ideograma del amor. Las cartas de amor se nutren de la misma distancia que las
vuelve medios insuficientes, inadecuados, para expresar el amor. Existen y
fracasan por esa distancia que hace de cada envío una apuesta, un riesgo, una
tirada de dados, y sin la cual no tendrían razón de ser. Quienes, entre todas
las variantes del intercambio amoroso, resultan ser destinatarios de una carta
de amor, podrían reparar menos en lo escrito en ella que en el acto mismo de
haber sido escrita. Escribir a quien se ama es tender hacia él con todo el cuerpo,
es rehacerlo imaginariamente, es evocarlo en sus detalles, es, en suma, darle
existencia (cuando todo hace suponer que ya no existe). Es por eso que, ni en
sus más atrevidas efusiones, el texto de las cartas de amor podría superar la
ternura de esa fe por la cual un amante desafía, en cada carta, la distancia
que destruye el amor, y la ineptitud del lenguaje para salvarla.
Rev. UNO MISMO. 1994. No 138. Diciembre.
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