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Escribir a quien se ama (Parte II)


Jorge Viera
Rev UNO MISMO
El lenguaje que no alcanza
A la ingratitud del hecho de intentar comunicar algo —a través del lengua­je— a su objeto amado, se añade —para el amante-escritor— la desventaja de que su destinatario suele ser el tipo de lector más incomprensivo, mas exigente, y mas tonto. El amado-destinatario es aquel tipo de lector que solo quiere ver escrita la letra de su deseo. Enfrentado a una pro­ducción costosa y perfectible —la carta de amor— se desinteresa de lo costoso y es incapaz de perdonar lo perfectible. Si su amante-escritor desea comunicarle que, por el momento, no puede trasponer la distancia que los separa, corre el riesgo de ser acusado de dilatorio. Si, en cambio, profiere su amor con intensidad y hace un reclamo de presencia, se expone a la calificación de exagerado, incluso falsario y, lo que es aun peor, a ocluir la capacidad de respuesta de su amado-destinatario. Por último, si el amante-escritor sólo desea comunicar al otro su conclusión unilateral de la relación —a modo de un release que permita al otro, de allí en adelante, rehacer su vida—, ¿que estilo de expresión será nunca considerado el ideal para comunicar una ruptura? Si, en la comunicación de una ruptura, el amante adopta un tono excesivamente dulce re­sultara sospechoso de tratar de retener narcisísticamente —por efecto de una capacidad encantatoria a la que ni siquiera renuncia en el momento final de la relación— a su objeto amado. Si, en cambio, su respuesta es seca, informativa, lacónica, su estilo ha de resultar ingrato para la calidad del afecto recibido. El amante-escritor, acosado por la ineficacia del lenguaje como medio de comunicación, puede utilizar el recurso extremo de renunciar a él. En tal caso, su falta de respuesta, la transparencia de su silencio, resultará sencilla y apropiadamente cruel. No es que las palabras sean incapaces de comunicar, e incluso de comunicar explícitamente. Es que las palabras, espe­cie de minerales en los que ha sedimenta­do toda una era geológica de sentidos antiguos, no expresan nunca puramente un sentido, sino cada vez un nuevo senti­do contaminado por restos arcaicos, y el sentido amoroso (lo que se supone que el amante desea expresar) proviene de un dominio tan indefinible —el dominio del amor—que con frecuencia es un misterio hasta para quien trata de escribirlo (las cosas que se sienten ¿están antes, después o en las palabras?
La grafía del amor es algo así como lo que el amante intentaba decir, lo que se supone decían sus sentimientos, lo que se supone que hubiera actuado, lo que se supone que hubiera dicho de haber estado allí él mismo en lugar de su escritura. La carta de amor, en su pretensión de ser una comunicación, no consigue ser más que un dibujo alusivo a una comunicación o a un sentimiento y, como tal, a menudo se expone y se atesora. Se dice con mayor frecuencia: ¿no te mostré la carta que me mandó X? que ¿No te di a leer la carta que me mando X? Objeto de una exhibición en la que coexisten el goce de presentar a la vez una prueba y una ofrenda, la carta de amor es una cosa tangible que — consciente o inconscientemente— fue concebida como tal. La carta de amor resultaría mucho más amorosa para su destinatario si éste, en lugar de pensar "el/ella me escribió una carta" pensara: "el/ella dibujó estos signos para mí'". Se res­cataría, con este pensamiento, una actitud sobreimpresa a los signos: la actitud de todo el cuerpo en situación de escribir, la actitud de todo el sujeto en función de estar sujetado, ante todo, a la obsesión —y al trabajo— de la escritura. Esa imagen, la trabajosa artesanía de un dibujo por parte de las manos, por parte del cuerpo encorvado del amante, es el ver­dadero ideograma del amor. Las cartas de amor se nutren de la misma distancia que las vuelve medios insuficientes, in­adecuados, para expresar el amor. Exis­ten y fracasan por esa distancia que hace de cada envío una apuesta, un riesgo, una tirada de dados, y sin la cual no tendrían razón de ser. Quienes, entre todas las variantes del intercambio amo­roso, resultan ser destinatarios de una carta de amor, podrían reparar menos en lo escrito en ella que en el acto mismo de haber sido escrita. Escribir a quien se ama es tender hacia él con todo el cuer­po, es rehacerlo imaginariamente, es evocarlo en sus detalles, es, en suma, darle existencia (cuando todo hace su­poner que ya no existe). Es por eso que, ni en sus más atrevidas efusiones, el texto de las cartas de amor podría supe­rar la ternura de esa fe por la cual un amante desafía, en cada carta, la distan­cia que destruye el amor, y la ineptitud del lenguaje para salvarla.
Rev. UNO MISMO. 1994. No 138. Diciembre.

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