Mildred Newman y Bernard Berkowitz
El
caos social es aterrador, pero el caos individual es todavía más horrible.
Desde la más temprana edad empezamos a buscar los medios para poner ese caos en
orden. Todos emprendemos esa tarea como si fuésemos una especie de hombre de
ciencia. Gradualmente, nos vamos formando una imagen interior del mundo, de
acuerdo con la cual clasificamos el abrumador caudal de estímulos que nos
asaltan en el curso de nuestra vida, y así, a algunos de ellos les colgamos el
rótulo de buenos, deseables y dignos de confianza, y a otros el de perniciosos
y peligrosos. Resolvemos que mediante ciertos actos obtendremos los resultados
que deseamos, y en cambio, otros actos probablemente nos causarán un conflicto
interior.
Así, cada ser humano formula una especie de hipótesis de
trabajo que establece: “Así es la vida”. Eso sucede cuando somos muy jóvenes, y
estas teorías suelen ser sumamente ingeniosas y, en verdad, nos ayudan a
sobrevivir. El problema reside en que, por lo general, no las sometemos a una
estricta revisión a medida que pasan los años y poseemos más experiencia. No
hacemos más que adaptar la nueva experiencia a los viejos moldes.
Muchas personas no saben que la han formulado, porque nunca
lo hicieron verbalmente. Dichas teorías están constituidas por vagos
sentimientos, temores inexplicables, por la suma de lo que no nos atrevíamos a
expresar o a reconocer interiormente cuando éramos niños. Todo ello se vincula
con los impulsos más poderosos y conflictivos de la vida humana, tales como el
sexo y los instintos agresivos, que la mayoría considera demasiado espantosos
para someterlos a discusión. De esa manera nos formamos complejas ideas con
respecto a la naturaleza de la realidad, ideas que nunca comunicamos a nadie ni
analizamos. Alguien dijo que Dios creó el mundo en un momento de distracción.
Nosotros hacemos casi lo mismo. Nos formamos unas imágenes del mundo en un
estado de semivigilia y dejamos que, como cristales de colores, iluminen
nuestra vida.
A menudo, cuando creemos que percibimos hechos y personas
reales, no hacemos más que asignarles un sitio en la novela interior que hemos
estado escribiendo en el curso de nuestra vida. Por ejemplo, si alguien cuando
era niño se vio defraudado por una persona adulta de su estima, y este hecho se
convierte en una experiencia clave en su concepción del mundo, puede revivir
esta experiencia de distintas maneras. Una de ellas consiste en buscar aquellas
personas que probablemente lo defraudarán cuando sea adulto… y todos tenemos
una habilidad especial para encontrarlas. La otra es rechazar a la gente
mediante la propia conducta. O bien puede sentirse decepcionado por personas
que en realidad no le han hecho ninguna mala acción. Cualquiera que sea su
reacción, no hará más que confirmar su teoría con respecto a lo que podría
esperar de los demás, y esto es muy gratificante.
Comprobar que se tiene razón es una de las experiencias más
satisfactorias que se pueda imaginar. O digamos más bien que estar equivocado
es una de las experiencias más perturbadoras que se puedan sufrir. Saber que se
ha cometido un error es recibir un severo golpe en nuestro yo. Por eso la gente
no quiere cambiar. Si lo hiciera significaría admitir que estuvieron
equivocados. Una vez un paciente me gritó indignado: “¡Pero eso significaría
que he malgastado los primeros 40 años de mi vida!” Algunas personas
preferirían continuar cometiendo los mismos errores durante 40 años más antes
que reconocerlos y corregirse. La gente es muy testaruda. A veces íntimamente
creen que si mantienen su conducta, fruto de un concepto equivocado, durante el
tiempo suficiente, lograrán tornarla correcta, o sea, que la realidad se
adaptará a su concepción, antes que viceversa. Esas personas todavía están
tratando de lograr que sus padres accedan a sus demandas. No se resignan a
olvidar las iras que experimentaron por lo que no obtuvieron cuando tenían
cinco años.
La gente justifica plenamente esa cólera: la mayoría nos
contarán con todo detalle lo injustamente que los trataron. En general, tienen
razón; cuando niños, se sintieron defraudados. Pero lo que no comprenden es que
se engañan a sí mismos ahora que son adultos. En tanto consumen sus energías
fomentando su rencor contra las personas que los defraudaron, no hacen esfuerzo
alguno para conseguir aquello que necesitan como adultos. Su cólera no afecta a
sus padres, pero, en cambio, los anula a ellos.
No es justo, en efecto. La vida misma no es justa. Los
padres ya se libraron del castigo. Nada se puede hacer al respecto. No hay
manera de saldar las cuentas. En cierto modo, Hamlet logró saldar sus cuentas,
al igual que muchos otros héroes trágicos. Pero eso sólo puede conducir a la
muerte o al exilio. Electra provocó la muerte de su madre, y nunca más volvió a ver su hogar. La
vida se funda en el olvido de los agravios. Podemos evitar que nuestro padres
sigan siendo los dueños de nuestra vida; de nosotros depende que, de una vez
por todas, vivamos nuestra propia vida.
Adaptado de: Newman,M y Berkowitz,B. (1971).
Como ser el mejor amigo de ti
mismo.
Emecé:Buenos Aires, Argentina
Comentarios
Publicar un comentario