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El nuevo hombre argentino (Parte II)




Gunder Andersson
Rev. UNO MISMO. 1994. No.138

Lágrimas de varón

Para el nuevo hombre argentino es un problema que en los últimos años su historia haya sido reescrita funda­mentalmente por el movimiento femenino. Se difundie­ron ciertos mitos que han cobrado cuerpo. Por ejem­plo: Los hombres no tienen sentimientos o, al menos, no pueden hablar de ellos. No saben llorar. Solo están inte­resados en los artefactos téc­nicos. Se meten en guerras internacionales y construyen grandes buques como si nada.

Recuerdo haber visto llorar al padre de mi mejor amigo en el verano de 1953. Los hombres de campo ciertamente no lloraban a diestra y siniestra —tampoco lo hacían las mujeres— pero yo no me di cuenta de que estaba presenciando un hecho histórico.

Dicen que somos mudos, que nos faltan palabras para expresar nuestros sentimientos con las mujeres. Y a veces somos mudos, pero esto se debe a que no queremos decirle a la mujer en cuestión que esta equivocada o que es una estúpida. Es mejor callarse que herir. La vieja imagen del comportamiento galante y caballeresco tarda en desaparecer. Pero está en baja, para bien o para mal.

El otro día, viajaba en el colectivo cuando un grandulón pasó toqueteando a varias mujeres, sin dejar de vociferar obscenidades. En el Hollywood de John Wayne, probablemente habría sido arrojado afuera del vehículo. También en el Buenos Aires de 1940. Unos pocos hombres se habrían juntado y, ¡zácate!

Puede que al argentino de hoy le guste mirar películas de asesinatos cometidos con sierras eléctricas, pero, además, es un cobarde que quien salvar su propio pellejo. Sobre todo, la imagen de Príncipe Valiente ya no es vendible. Por su condición social y desde la cuna, la mujer es igual al hombre, y además es fuerte. Esto se ha dicho hasta el hartazgo en la prensa y la TV, lo que ha dado como resultado que deba arreglárselas sola.

¿Qué pasó finalmente en ese colectivo? Una señora de unos sesenta años, que lucía un sombrero de paja, se paró y gritó "¡Basta!", y echó al rufián empuñando su paraguas. Los hombres deberíamos haber tenido vergüenza de nosotros mismos. "¡Bien hecho!", asintieron con la cabeza un par de tipos de ruda apariencia, como si hubieran estado mirando una contienda pugilística en una arena.

El club de hombres

Al nuevo hombre argentino se le viene exigiendo que acepte la igualdad entre los sexos. Esto lo ha confundido en relación con dónde poner los límites de la cancha y cómo jugar el partido. Pero no todos están confundidos, y no todos han cambiado. Como en cualquier revolución hay tres categorías de personas: los que tratan de adaptarse al nuevo orden, los que emigran y los que oponen resistencia.

Los refugios para mujeres golpeadas reciben a las víctimas de aquellos cuya resistencia es puramente física. Siempre hubo esposas golpeadas, pero la brutalidad ha ido en aumento. Paradójicamente, la mayor igualdad entre los sexos ha provocado la resurrección de una institución social típica de un orden más patriarcal: el club de hombres, también llamado "guarida de los viejos muchachos".

Es exactamente lo opuesto de lo que, en países del hemisferio norte, fueron los retiros para hombres de los años '70. En aquel entonces, se esperaba que allí los varones se cuestionasen sobre los estereotipos sexuales y se flagelaran a sí mismos. La autocrítica hacía caer a pedazos la piel vieja y daba lugar al renacimiento de un nuevo individuo, menos masculino.

Tales campamentos ya no están en boga; más bien está de moda todo lo contrario: tomarse unas copas, hablar pavadas, jugar al fútbol. Escapar de las peleas y tensiones cotidianas. Ciertamente hay una diferencia entre esto y todas esas reuniones de mujeres de las que oíamos hace diez años, donde a las cosas había que “enfrentarlas” y uno tenía que “abrirse por completo, discutir a fondo”.

Cuando los hombres se reúnen, nada es tan estructurado. Si alguien quiere discutir algo a fondo, bueno, está bien. La afinidad entre hombre parece más transparente; todo es más evidente sin necesidad de hablar. Hay una cierta tranquilidad en el compañerismo masculino, basada, entre otras cosas, en que no implica nada sensual.  Al mismo tiempo, todo lo que se dice sobre la existencia de una afinidad inherente a los hombres es un disparate. Un mito entre otros mitos. Obviamente, uno no siente automáticamente simpatía por alguien sólo porque también haya nacido para orinar de pie. Esto es tan obvio como que las mujeres pueden odiarse mutuamente a pesar de ser mujeres. Muchos grupos feministas se dividieron a causa de este descubrimiento, tardío, pero bastante evidente.

Después de todo, no sólo tenemos cuerpo y sexo; también tenemos ideologías y sistemas de valores, una extracción social y una “química" personal. Pertenecemos a una determinada clase, tenemos mal aliento, usamos camisas con cuello sucio y decimos estupideces. Cada uno de nosotros es una suma de cosas que nos hacen personas, por lo cual no podemos llevarnos bien con todos los demás.

En otras palabras, ser un argentino en la década del noventa implica satisfacer muchas demandas contradictorias en una situación histórica bastante novedosa. Se nos pide que seamos campeones del mundo en materia de igualdad entre los sexos. Supongo que debemos tratar de sobrevivir al hecho penosos de que las mujeres encuentren más sexy a Al Pacino mientras los hombres de Macholandia se ríen de nosotros.


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