Gerald
G. Jampolsky
En
1949, durante mi internado en Boston, me di cuenta plenamente de la influencia
que las actitudes tienen sobre el cuerpo. El reconocimiento me fue traído a la
mente forzosamente por dos pacientes que
estaban bajo mi cuidado y que tenían cáncer en el estómago. Los
consultores médicos de las Universidades de Boston, Harvard y Tufts estaban de
acuerdo en que ambos hombres, mas o menos de la misma edad, estaban en
condiciones similares y que no se podía
esperar que vivieran más de seis meses. Uno de ellos murió dos semanas después. El otro sigue viviendo,
fue dado de alta en el hospital y estaba bien cuando terminé mi internado.
El primero parecía no tener ninguna razón para vivir.
Creía que aun cuando se recuperara no habría manera de resolver sus problemas
diarios. Parecía tener mas miedo de vivir que de morir. La muerte pudo haber
sido un escape para él. El hombre que no murió tenía una determinación de
vivir; en efecto, se rehusó a convertirse en una estadística de la curva de
probabilidades de un seguro. En alguna forma, de alguna manera, él estaba
convencido de que se pondría bien y podría completar los planes para su vida.
El incidente me hizo darme cuenta de la importancia de
los pensamientos que tenemos. La dirección que toman realmente constituye
nuestra voluntad de vivir o morir. Es importante comprender, sin embargo, que
siempre que hablo de un cambio de ideas, no te estoy llamando a la batalla. Los
medios por los que redirigimos la mente son idénticos a la naturaleza de la
nueva dirección misma. Apaciblemente volvemos a la paz. Mansamente volvemos a la mansedumbre. Si alguna vez
encuentras que no estás dispuesto a tener el tipo de pensamientos que
este libro requiere, por favor no luches contigo mismo. Lo que se recomienda es
liberar la tensión. Si vas a pensar
simplemente lo que te gusta pensar, lo que te hace descansar y te conforta,
estarás haciendo todo lo que yo sugiero. No hay razón para tratar de forzar un
cambio en tu estado de ánimo. Simplemente toma nota con cuidado de lo que te hace feliz pensar, y lo que te hace infeliz, y tu
mente hará por si misma los ajustes necesarios.
Está claro para la mayoría de los médicos
que la actitud puede afectar la enfermedad orgánica. Saben que la voluntad de
vivir o de morir puede cambiar el curso de una enfermedad. Ellos saben ésto aun
cuando tal actitud no pueda ser puesta bajo un microscopio, medida, pesada ni repetida. Las verdades de la mente desafían
a las normas usuales de la ciencia. Las condiciones y la atmósfera producidas
por nuestras actitudes pueden verse reflejadas no solo en el caso extremo de
enfermedad que amenaza la vida sino en todos los aspectos de nuestra vida. Esto
se me hizo claro después de mi primer intento de pasar mis exámenes de psiquiatría
y neurología.
Hacer los exámenes
requiere de dos días de pruebas orales. Aunque yo había estudiado mucho, había
cometido el error de decidir que sería la
persona mas calmada y mas fría para hacer los exámenes. Mi enfoque
central era usar una máscara, y todos, especialmente mis colegas profesionales,
se maravillaron de mi compostura. Un mes después me enteré de que había
fracasado. Toda mi energía se había ido en fingir que estaba controlado, y esto
dejó muy poca atención que pudiera ser dirigida a responder adecuadamente las preguntas. Al año siguiente, sin
este fingimiento que me distrajera, hice los exámenes y pasé.
En 1952, me afilié como Becario al
Langley Porter Institute en San Francisco. Mi trabajo ahí implicaba ver a niños
que eran esquizofrénicos. La mayoría se estos chicos no podía hablar y el
trabajo era difícil, pero al menos sí empecé a percibir un hecho importante.
Las palabras no son importantes para lo que enseñamos y aprendemos.
La experiencia de amor y paz es lo único importante que es comunicado.
Es esta actitud del corazón y no lo que se dice entre dos personas lo que hace el trabajo de curación en ambas direcciones.
La acumulación de conocimiento verbal de una de las partes es de poca utilidad
para la curación interior profunda.
Mi beca fue interrumpida cuando
estalló el conflicto de Corea y me llamaron a prestar servicio en la Fuerza Aérea.
Después del servicio, regresé a Langley Porter a terminar mi beca en psiquiatría
infantil, y no fue mucho tiempo después de esto cuando empecé a observar algo
que indicaba que, junto con las palabras, el entrenamiento y la experiencia son
también de un valor discutible.
Se me hizo notable que los estudiantes
de segundo año de medicina con frecuencia eran más hábiles con sus pacientes
que los residentes de tercer año. Esta
hipótesis me llevó a una discusión con quien en aquel tiempo era jefa
administrativa del departamento de consulta
externa. Era una aguda observadora del personal médico y había visto ir y
venir a muchos estudiantes de medicina
durante sus quince anos en el Instituto. Ella confirmó mi observación.
Empecé a preguntarme a mi mismo por
qué existía esta discrepancia. Se me ocurrió
que las actitudes podrían ser el factor primordial, así que empecé a
examinar la personalidad y el desempeño de cada residente individual con quien
yo trabajaba. Mi estudio confirmó que en el manejo de enfermedades difíciles,
los residentes de tercer año por lo general mostraban poca o ninguna mejoría
sobre los de menor experiencia. Por ejemplo, los residentes de tercer año que
trataban pacientes diagnosticados como esquizofrénicos crónicos aprenden de
muchos consultores que el tratamiento de esta enfermedad es tedioso y con
frecuencia muy lento. Así, cuando estos residentes ven a un nuevo paciente con esquizofrenia
crónica, ya han incorporado los valores y actitudes de los consultores en su
propia manera de pensar. Comienzan el tratamiento del paciente con la
expectativa de que ese progreso será prolongado y difícil. El paciente a su vez
se identifica con la expectativa limitada del residente y ésta se convierte en
realidad.
Los estudiantes
de segundo año de medicina, que no han sido contaminados por las
experiencias negativas de muchos consultores médicos, por lo general son
entusiastas y optimistas respecto a ver a sus primeros pacientes psiquiátricos.
La calificación dada al paciente significa
poco para ellos. Sólo saben que de una manera u otra van a ayudar al paciente
y que el progreso se hará. El paciente se
identifica con esta expectativa positiva y con frecuencia mejora más rápidamente
que con el residente de tercer año. En esta
situación particular, es claramente la actitud de uno la que es de gran
importancia y no la experiencia de uno. De hecho, la experiencia en este caso puede incluso verse como un estorbo. Esto
me enseñó a no decidir nunca con anticipación lo que es mejor para otra
persona, y a no considerar a ningún ser humano simplemente como una estadística
determinada.
Con mucha mayor
frecuencia de lo que nos damos cuenta, sólo vemos el pasado en las personas que encontramos.
Pero realmente es nuestro pasado
más que el de ellos lo que consideramos como parte de ellos. En consecuencia,
nosotros no les respondemos a ellos, sino a nuestras varias ideas
preconcebidas. El bondadoso deseo de ver a los demás como son en este instante
irá muy lejos hacia purificar nuestras actitudes. Habría muy poco que no nos
gustara en otras personas si nos rehusáramos a traerles todos nuestros propios juicios y triviales agravios.
Nuestras experiencias pasadas no pueden hablarnos del amor presente.
Recordar y ver no son lo mismo, y es por
eso por lo que los recuerdos son de poca utilidad para nosotros en la formación de las relaciones amorosas.
Tomado de:
Jampolsky, G. (2001) (6° impresión). Enseña
sólo amor. Diana:México.
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