Raymond Blythe*
Shhh! ¿Puedes oírlo?
Los árboles pueden. Son los
primeros en saber que se acerca. ¡Escucha! Los árboles del bosque profundo y
oscuro se estremecen, agitan sus hojas como envoltorios de papel de plata
gastada. El viento artero, serpenteando por sus copas, susurra que pronto dará
comienzo.
Los árboles lo saben. Son
antiguos y ya han visto de todo.
No hay luna.
No hay luna cuando aparece
el Hombre de barro. La noche se ha
puesto un par de finos guantes de piel; ha tendido sobre la tierra una
sábana oscura: un ardid, un disfraz, un hechizo para que bajo su manto todo
caiga en un dulce sueño.
Oscuridad, pero no solo
eso, en todo hay matices, tonalidades, texturas. Mira: la lanosidad de los
campos, la tersura del foso de melaza. Y sin embargo… A menos que seas muy
desafortunado, no habrás notado que algo se movía donde nada debía moverse. En
verdad, eres afortunado. Ninguna persona que haya visto surgir al Hombre de
Barro vive para contarlo.
Allí, ¿lo ves? El foso
oscuro y brillante, el foso embarrado ya no está inmóvil. A lo lejos ha
aparecido una súbita burbuja, un temblor de pequeñas ondas, un leve indicio.
¡Has desviado la mirada! Y
te has comportado sabiamente. Tales visiones no son para personas como tú.
Dirigiremos nuestra atención hacia el castillo, algo se agita también por allí.
En lo alto de la torre.
Pon atención y lo verás,
Una muchacha aparta la colcha.
La enviaron a la cama unas
horas antes; en el aposento contiguo su niñera ronca ligeramente; sueña con
jabones y lirios y altos vasos de leche fresca y tibia. Pero algo ha despertado
a la niña; se incorpora a hurtadillas; se desliza sobre las sábanas blancas y
apoya los pálidos y finos pies, el uno junto al otro, en el suelo de madera.
No hay
luna que le permita ver ni ser vista, pero aun así la ventana la atrae. El
cristal biselado está frío; percibe el trémulo aire helado de la noche mientras
sube hasta lo alto de la estantería, y se sienta en la repisa de los libros
desechados de la infancia, víctimas de su apresuramiento por crecer y marcharse
de allí. Con el camisón envuelve sus piernas pálidas y apoya la mejilla en el
hueco donde se juntan las rodillas.
El mundo está allí fuera, y
él, las personas se mueven como muñecos de cuerda.
Algún día, no muy lejano,
lo verá por sí misma. Porque si el castillo tiene cerrojos en todas las puertas
y rejas en las ventanas no es para impedir que ella salga, sino para que aquel
ser no entre.
Aquel ser.
Ha oído historias sobre él.
Él es una historia. Un relato de hace muchos años. Y las rejas y cerrojos,
vestigios de un tiempo en que las personas creían en tales cosas. Rumores sobre
monstruos que aguardan en los fosos, al acecho de hermosas doncellas. Un hombre
víctima de una antigua injusticia que busca vengarse, una vez.
Pero a la niña – que frunciría el ceño si supiera que
la llaman de esa manera- ya no le preocupan los cuentos de hadas y los
monstruos de la infancia. Es inquieta, moderna, adulta, y ansía escapar. Esa
ventana, ese castillo ya no son suficientes. Sin embargo, por el momento es
todo cuanto posee y, melancólica, observa a través del cristal.
En el exterior, en la
lejanía, en la valle entre las colinas, el pueblo comienza a adormecerse. Un
tren lejano y monótono, el último de la noche, anuncia su llegada: un chillido
solitario que no recibe respuesta, y el jefe de estación, con un rígido
sombrero de tela, se apresura torpemente a levantar la bandera. En el bosque
cercano un cazador furtivo observa a su presa y sueña con regresar a su hogar y
dormir, mientras en las afueras del pueblo, en una casita con pintura
desconchada, llora un recién nacido.
Acontecimientos
perfectamente cotidianos en un mundo donde todo tiene sentido. Donde lo que
está allí es visible, y si no puede verse es porque no existe. Un mundo
ciertamente distinto de aquel donde la niña ha despertado.
Porque allí abajo, más
cerca de lo que ella se le ha ocurrido observar, algo está sucediendo.
El foso ha comenzado a
respirar. En el fondo, enfangado, late húmedo el corazón del hombre enterrado.
Un sonido que no es el aullido del viento se alza desde las profundidades y
acecha la superficie. La niña lo oye; es decir, lo siente, ya que los cimientos
del castillo están unidos al lodo, y el gemido se filtra a través de las
piedras, sube por los muros, un piso tras otro, de un modo imperceptible llega
a la repisa donde está sentada. Un libro, querido en otro tiempo, cae al suelo,
y la niña de la torres se sobresalta.
El Hombre de Barro abre un
ojo. Lo cierra, y vuelve a abrirlo, con un movimiento rápido, brusco. ¿Pensará
aún en la familia que perdió, la bella esposa y los bebés regordetes y
sonrosados que dejó atrás? ¿Su mente regresará incluso a los días de infancia,
cuando corría con su hermano por los campos de finos y pálidos juncos? ¿O
recordará quizás a esa otra mujer, aquella que lo amó antes de su muerte?
Aquella que con sus halagos y atenciones y la negativa a ser rechazada hizo que
el Hombre de Barro lo perdiera todo.
Algo está cambiando. La
niña lo percibe y se estremece. Apoya la mano en la ventana helada y deja un
rastro con forma de estrella. La hora de las brujas se cierra sobre ella,
aunque no sepa nombrarlas. Nadie puede ayudarla. El tren se ha marchado; el
cazador furtivo duerme junto a su mujer; también el bebé duerme, desistió de
gritarle al mundo todo lo que ya sabe. En el castillo, la niña junto a la
ventana es la única despierta; su niñera ha dejado de roncar y respirar con
tanta suavidad que parece inerte. En el bosque los pájaros también guardan
silencio, con la cabeza al abrigo de sus alas temblorosas, los ojos cerrados en
una línea gris frente a aquello que, lo saben, se acerca.
Solo están allí la niña y
el hombre que despierta en el lodo. El corazón se acelera, porque su hora ha
llegado y no durará mucho. Hace girar las muñecas, los tobillos, se levanta de
su lecho de fango.
No mires. Te lo ruego,
aparta la mirada mientras rompe la superficie, mientras sube desde el foso, se
yergue sobre la orilla mojada y oscura, levanta los brazos y respira
profundamente: recuerda qué es respirar, amar, desear.
Será mejor que observes las
nubes de tormenta. Incluso en la oscuridad puedes ver que se aproxima. Un
estruendo de nubes furiosas, amenazantes, que retumban, ruedan, chocan hasta
llegar a lo alto de la torre. ¿El Hombre de Barro? Nadie lo sabe.
Desde su atalaya, la niña
inclina la cabeza mientras las primeras gotas vacilantes salpican el cristal y
se encuentran con su mano. El día ha sido agradable, no muy caluroso; el
atardecer, fresco. No había indicios de una tormenta de medianoche. A la mañana
siguiente, los lugareños observarán con sorpresa la tierra húmeda, sonreirán y,
rascándose la cabeza, dirán: ¡Increíble, hemos dormido sin enterarnos!
Pero ¡mira! ¿Qué es eso?
Una masa, una silueta trepa por los muros de la torre. La figura se mueve
rápida, ágil, inverosímil. Es obvio que ningún hombre puede lograr tal hazaña.
Llega a la ventana de la
niña. Ya están frente a frente. Ella lo ve a través de la lluvia, ahora
torrencial: una criatura monstruosa, embarrada. Abre la boca para gritar, para
pedir ayuda, pero en ese preciso instante todo cambia.
Ante sus ojos, él cambia.
Ella lo ve a través de las capas de fango. A través de generaciones de
oscuridad, furia, tristeza, ve el rostro humano. El rostro de un joven. Un
rostro olvidado. Un rostro de inmensa nostalgia, pesadumbre y belleza. Entonces
la niña, sin pensarlo, abre el pestillo de la ventana. Para resguardarlo de la
lluvia.
*Prólogo de la verdadera historia del
Hombre de Barro.
Comentarios
Publicar un comentario