Jorge Bucay
Tristeza
y dolor, dos compañeros saludables.
En el lenguaje de todos los días
solemos equiparar el dolor con el sufrimiento, y la tristeza con la depresión.
Si buceamos en las etimologías del
duelo encontraremos que más allá de la hablada relación con el dolor existen
además otras derivaciones interesantes. Una es la que relaciona el origen con él,
que quiere decir batalla, pelea entre dos; y que sugiere que en el proceso
interno de la elaboración de una pérdida, se establece una lucha, un duelo de
hegemonías entre la parte de mí que, atada a la realidad acepta la pérdida, y
la que quiere retener, la que no está dispuesta a soltar lo que ya no está.
La otra derivación lingüística se
vincula a dolos que quiere decir engaño,
estafa, falsedad y que nos lleva a pensar en el engaño de todos los que nos han
ayudado a creer que podríamos conservar para siempre lo que amábamos, y que
todo lo deseado podría ser eterno.
dolor = pena
duelo = guerra como enfrentamiento entre dos
partes
dolor = engaño de la eternidad
Vamos a recorrer este camino poniendo
el acento en la vinculación del duelo con el dolor por lo perdido, pero no
olvidemos que una guerra sucede en nuestro interior y que el bando de "los
buenos" es el que quiere aceptar que lo ausente ya no está.
No olvidemos que transitamos este
camino soportando la frustrada decepción de confirmar que la infantil creencia
de las cosas eternas se ha estrellado contra la realidad de una muerte.
Vamos a hablar por ahora de un duelo
normal, dejando el duelo patológico para más adelante. Asociamos
inevitablemente la palabra duelo con la muerte pero voy a repetir muchas veces
en este libro que el proceso de elaboración de un duelo sucede (o mejor dicho
sería bueno que sucediera) frente a cualquier pérdida, definiendo como vivencia
penosa la situación interna frente a lo que ya no está.
Es decir, un duelo puede generarse
también a partir de una acción voluntaria, como decidir mudarme o dejar a
alguien y también desde hechos ineludibles como el paso del tiempo, por
ejemplo.
Frente a la vivencia de la pérdida, el
proceso de duelo se establece para poder seguir adelante en nuestro camino,
para poder superar la ausencia. Pero en este camino que es el de las lágrimas
se nos presentan también algunos senderos que nos alejan del final. Uno es un
supuesto atajo, otro un desvío que conduce a una vía muerta
Pero no existe más que un camino
saludable, el del proceso de elaboración del duelo normal. La negación de la
pérdida es un intento de autoprotección contra el dolor y contra la fantasía de
sufrir. Si bien es cierto que, como veremos, una etapa normal del recorrido
puede incluir un momento de bloqueo de la realidad desagradable, lo
consideramos un desvío cuando la persona se estanca en esa etapa y sigue
negando la pérdida más allá de los primeros días. La negación es una forma de
fuga, un vano intento de huida de lo doloroso. Y digo vano porque la negación
nos lleva al punto de partida. NO resuelve nuestra pérdida, sólo la posterga y
apuesta a que lo podrá hacer eternamente. El negador vive en un mundo de
ficción donde lo perdido todavía no se fue, donde el muerto vive, donde lo que
pasó nunca pasó. No es el mundo mágico donde todo se resolvió felizmente, sino
la realidad detenida en el momento en que todo estaba por comenzar. El universo
congelado un instante antes de enterarme de lo que hubiera preferido no
enterarme.
El desvío hacia el sufrimiento en
cambio, es la decisión de no seguir avanzando. Es una especie de pacto con la
realidad que conjuga un mayor dolor ante la posibilidad de tener que soltar lo
perdido y mi deseo de no soltarlo nunca. Y entonces nos detenemos y nos
apegamos a lo que se fue, instalándonos en el lugar del sufrimiento. Sufrir es
cronificar el dolor. Es transformar un momento en un estado, es apegarse al
recuerdo de lo que lloro, para no dejar
de llorarlo, para no olvidarlo, para no renunciar a eso, para no soltarlo
aunque el precio sea mi sufrimiento, una misteriosa lealtad con los ausentes.
En este sentido el sufrimiento siempre
es enfermo. Es como volverse adicto al malestar, es como evitar lo peor
eligiendo lo peor. El sufrimiento es racional aunque no sea inteligente, induce
a la parálisis, es estruendoso, exhibicionista, quiere permanecer y necesita
testigos.
El dolor en cambio es silencioso,
solitario, implica aceptación, estar en contacto con lo que sentimos, con la
carencia y con el vacío que dejó lo ausente.
El sufrimiento pregunta por qué aunque
sabe que ninguna respuesta lo conformará, para el dolor en cambio se acabaron
las preguntas.
El proceso de duelo siempre nos deja
solos, impotentes, descentrados y responsables, pero sobre todo tristes. El
dolor conecta con un sentimiento: la tristeza. Una emoción normal y saludable,
aunque displacentera, porque significa extrañar lo perdido. Aunque la tristeza
puede generar una crisis, permite luego que uno vuelva a estar completo, que
suceda el cambio, que la vida continúe en todo su esplendor.
La más importante diferencia entre uno
y otro es que el dolor siempre tiene un final, en cambio el sufrimiento podría
no terminar nunca. La manera en que podría perpetuarse es desembocando en una
enfermedad llamada comúnmente depresión. Por si no queda suficientemente claro,
depresión no es tristeza y el uso popular indistinto es un gran error y una
fuente de dañinos malos entendidos. La depresión es una enfermedad de
naturaleza psicológica, que si bien incluye un trastorno del estado de ánimo,
excede con mucho ese síntoma. Partiendo
del significado de "depresión" como "pozo, hundimiento, agujero,
presión hacia abajo o aplastamiento" entenderemos la enfermedad como una
disminución energética global que se manifiesta como falta de voluntad,
ausencia de iniciativa o falta de ganas de hacer cosas, trabajos, actividades,
etc. En la afectividad se expresa como tristeza, vacío existencial, culpa,
sensación de soledad. En la mente se crea pesimismo, acrecentamiento de
pensamientos cada vez más dominantes de inseguridad y temor.
Hay que sumar todas las
características de una enfermedad para poder diagnosticarla; quiero decir, que
una persona se sienta triste o pesimista o insegura o se encuentre desganada,
no necesariamente garantiza que esté deprimida. El diagnóstico de depresión es
competencia del especialista y no de las evaluaciones de las revistas que
empiezan en el supuesto test del estilo:
"¡...Si Ud.sacó más de 15 puntos está
deprimido!"
Entre muchas otras cosas, porque también se
puede estar deprimido, sin padecer ninguno de los síntomas clásicos de la
depresión.
Según su causa, las depresiones se
suelen dividir en externas e internas. ¿Cuáles son esas causas externas?
Las desilusiones afectivas, los
conflictos interpersonales, la marginación o aislamiento por parte de otras
personas, la jubilación, los problemas económicos, la muerte de un ser querido,
un fracaso matrimonial, etc.
En la mayoría de estas depresiones el
factor desencadenante aparece para sumarse a otros hechos del paciente, no tan
circunstanciales: baja capacidad de frustración, miedos patológicos,
preocupaciones prolongadas, pesimismo, tensión nerviosa, fobia social,
tendencia al aislamiento y la soledad, personalidad dependiente, fuerte
añoranza del pasado, rigidez de pensamiento y por supuesto, duelo patológico.
Los deprimidos tienden a deformar sus
experiencias, a malinterpretar acontecimientos tomándolos como fracasos
personales. Exageran, generalizan y tienden a hacer predicciones negativas del
futuro. Conocer estas causas pueden servirnos como ayuda para salir de una
depresión o como prevención si no se está en ella, porque la clave para
solucionar el problema se encuentra en el nivel de comprensión y de cambio en
la forma de encarar estas vivencias.
Si el individuo deprimido pudiera
mejorar lo que opina de sí mismo, del mundo, de sus propios pensamientos; si no
olvidara practicar alguna actividad física y centrara la atención en
comunicarse con personas más optimistas y escucharlos atentamente; si escuchara
Mozart, asistiera a cursos, desarrollara su creatividad e intentara ser más
útil a la sociedad a la que pertenece, podríamos decir sin duda que ha mejorado
su pronóstico y por ende su futuro.
Un paso más allá de la depresión
podríamos hallar aun: la melancolía.
Ya en 1917 Freud comparaba el duelo
con la melancolía, porque en ambos casos existe:
* un estado de ánimo profundamente
doloroso
* una cesación del interés por el
mundo exterior
* la cancelación de la capacidad de
amar
* la inhibición de todas las funciones
psíquicas.
La diferencia entre ambas es que en la
melancolía existe además una pérdida del sentimiento de sí.
Dicho de otra forma, en el duelo es el
mundo el que se muestra empobrecido mientras que en la melancolía es además el
propio yo del sujeto el que está vacío, devaluado, despreciable y aún más,
invadido por una visión del futuro llena de expectativas negativas. El
melancólico está seguro de que su sufrimiento continuará indefinidamente.
En el duelo se puede localizar
fácilmente qué es lo que se ha perdido, mientras que el melancólico ya no sabe
o nunca supo lo que ha perdido, porque lo que ha perdido es su conciencia del
propio yo.
"De alguna manera los duelos
patológicos nos conectan con lo que ocurre en la melancolía: Ante la pérdida
del objeto, el sujeto, en lugar de retirar la energía psíquica (libido)
depositada en el objeto desaparecido y dejarla libre para desplazarse a otro
objeto, se retrotrae al yo y ahí se queda, identificándose con el objeto
perdido". Freud dice que la angustia es la reacción ante el peligro que
supone para la integridad del sujeto la pérdida del objeto, mientras que el
dolor y la tristeza son la verdadera reacción ante el examen de realidad que me
priva de algo.
Cada tipo de pérdida implica
experimentar algún tipo de privación y las reacciones suelen ser en varias
áreas:
* psicológicas,
* físicas,
* sociales,
* emocionales,
* espirituales.
Las reacciones psicológicas pueden
incluir rabia, culpa, ansiedad o miedo.
Las reacciones físicas incluyen
dificultad al dormir, cambio en el apetito, quejas somáticas o enfermedades.
Las reacciones del tipo social
incluyen los sentimientos experimentados al tener que cuidar de otros en la
familia, el deseo de ver o no a determinados amigos o familiares, o el deseo de
regresar al trabajo.
Las reacciones emocionales pueden
redundar en extrañar, recordar, llorar o patalear como un niño.
Las reacciones espirituales pueden
incluir el cuestionamiento de la fe, la búsqueda de nuevos referentes
religiosos, el ingreso a vivencias de búsquedas mágica de contacto con el
pasado.
La respuesta cultural en el caso de la
muerte de alguien, es diferente en cada tiempo y en cada lugar. Hay reglas,
costumbres y rituales para enfrentar la pérdida de un ser querido, que son
determinados por la sociedad y que forman parte integral de la ceremonia del
duelo. Pero, a pesar de las diferencias,
en cualquier entorno el proceso de duelo normal induce a liberarse de algunos
lazos con la persona fallecida, lo cual es indispensable para reintegrar al que
queda al ambiente en donde la persona ya no está y construir nuevas relaciones
para conseguir reajustarse a la vida normal. Esta actividad requiere mucha
energía física y emocional, y es común ver a personas que experimentan una
fatiga abrumadora. Este agotamiento no debe caratularse de depresión porque
muchas veces es una vivencia transitoria en un duelo absolutamente normal. El
resultado de afrontar el dolor.
Cuesta trabajo poder soltar aquello
que ya no tengo; poder desligarse y empezar a pensar en lo que sigue. De hecho
esto es, para mí, el peor de los desafíos que implica ser un adulto sano, saber
que puedo afrontar la pérdida de cualquier cosa. Este es el coraje, esta es la
fortaleza de la madurez, saber que puedo afrontar todo lo que me pase,
inclusive puedo afrontar la idea de que alguna vez yo mismo no voy a estar.
Quizás pueda, por el camino de
entender lo transitorio de todos mis vínculos, aceptar también, algunas de las
cosas que son las más difíciles de aceptar, que no soy infinito, que hay un
tiempo para mi paso por este lugar y por este espacio.
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