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En qué puedo servirte (parte II)


Ram Dass y Paul Gorman

Yo confío, confías

Como representante de la comunidad hippie de San Francisco, me entreviste con los ancianos de la tribu de los hopi para concertar una reunión hopi-hippie en el Gran Cañón. Deseábamos rendir homenaje a sus tradiciones y expresar nuestro respeto común por la tierra. Como pueden imaginarse, esto ocurrió durante la década del sesenta.

Cuatro ancianos estaban sentados en sus respectivas sillas alrededor de una mesa en una casa de adobe. No había más que cuatro sillas; por lo tanto, me arrodi­llé en el suelo, de cara a los ancianos. En esta posición, podía ver por encima, y también por debajo, de la mesa.
El más joven de los hombres tenia se­senta y cinco años; el más viejo, ciento diez. Las ocho manos se apoyaban sobre las rodillas, como raíces clavadas en la tierra. Había algo tan profundo, tan uni­tario en su presencia...
Conversamos acerca de lo que podría significar la reunión de grupos y generaciones norteamericanas diferentes. Me contaron las dificultades que habían teni­do con los blancos en los últimos tiempos. Uno de sus jóvenes guerreros se había visto involucrado en un accidente auto­movilístico en el que resultó dañado un camión de la Oficina de Asuntos Indíge­nas. El conductor del camión había sido el culpable del choque. De todos modos, al día siguiente, un funcionario de la Oficina halló una botella de whisky cerca del lugar del accidente y acusó al indio de haber estado ebrio.
"Le preguntamos al joven si había esta­do bebiendo antes del accidente", me co­mentó uno de los ancianos. "Él contestó que no ", continuó diciendo. Entonces el viejo me miró de un modo muy directo y muy simple, y concluyo: "Decía la ver­dad".
En ese momento, un escalofrío me reco­rrió el cuerpo. No era porque le creyera o porque cualquier duda o sospecha que podría haber tenido se hubiera disipado de inmediato. Más bien fue un sentimiento de nostalgia por aquel tiempo en el que se decía la verdad, en el que las relaciones se basaban en la confianza. Las cosas se hacían así porque la gente era así.
En algún sitio de nuestro interior, tene­mos la certeza de que el servicio puede surgir de la confianza en nosotros mismos y en los demás. Evocamos imágenes de una ciudad donde no haya necesidad de cerrar las puertas con llave, donde las responsabilidades se compartan entre los miembros de la comunidad, y donde 'salir­se de la norma no constituya un aconteci­miento extraordinario. O puede ser que soñemos con un futuro en el que las perso­nas sirvan a los demás por su propia volun­tad, sin que tengan que imponérselo. El servicio no debería ser un deber, sino un hábito: la compasión debería ser natural.
Sin embargo...
Aunque a veces el servicio brota natu­ralmente, muchas otras brilla por su ausencia. Queremos ayudar, pero lo hace­mos en forma antinatural: acartonada, fría, a regañadientes. ¿Cuánto estamos dispues­tos a dar y que es lo que esperamos recibir? ¿Qué lugar ocupa el servicio en nuestra vida? No es necesario profundizar dema­siado para descubrir nuestra ambivalencia, el vaivén entre la generosidad y la resis­tencia a dar, entre el sacrificio y la autoprotección.
¿Qué es lo que escuchamos mientras imaginamos la lucha que libra la mente con los impulsos del corazón.
Dale alegría a mi corazón
A veces puedo ayudar, otras no.
Sostengo la puerta para que pase el que está detrás de mí, o entro corriendo, absorto en mis preocupaciones. Un amigo está atravesando por una situación difícil; debería llamarlo para preguntarle cómo está, pero la verdad es que no tengo ganas de hacerlo en este momento.
Haría lo que fuese por el bien de mi familia. Pero, ¿cuánto es suficiente? ¿Cuándo debemos esforzarnos un poquito más? ¿Cuáles son las prioridades?
Los que me rodean saben que pueden contar conmigo en cualquier momento y para lo que necesiten. Pero sólo muy de vez en cuando me preocupo por el sufri­miento de los habitantes de lugares remo­tos. Tengo una vaga noción de cuáles son sus problemas. Ellos están lejos, en algu­na parte.
¿A quién debo ayudar? ¿A los ancianos, a los niños golpeados, a los que no gozan de sus derechos humanos, a las ballenas en extinción? Si no luchamos contra la amenaza nuclear, no existirá el mañana. Si no defendemos la educación y el arte, ¿qué clase de futuro nos espera?
Me detengo a reflexionar y me doy cuenta de que sirvo por una variada serie de razones. Quizás es porque deba hacerlo; es una cuestión de responsabilidad. Pero, por lo general, existe un laberinto de otros motivos que se nos mezclan: la necesidad de autoestima, aprobación, poder, de acceder a un nivel social más elevado; el deseo de sentirse útil, de tener intimidad con alguien, de pagar una deuda moral.
A veces, presto servicios por interme­dio de una organización. Sin embargo, con frecuencia el objetivo de mi ayuda y las personas que realmente la necesitan son tragados por el sistema. Quizás sea preferible actuar en forma personal, estar preparado para todas las opciones que se presenten, servir aquí y allá.
Tengo esperanzas de que el gobierno de mi país alivie el sufrimiento del pueblo. En algunas ocasiones lo hace, pero en otras, subsidia a los agricultores para que no siembren trigo, mientras, cada cuarenta y cinco segundos, un niño muere de ham­bre. Y un funcionario, ni mejor ni peor persona que yo, halla las razones para justificar esta política; no obstante, ese mismo sujeto haría lo imposible, si tuviese la oportunidad, de ayudar a un niño des­nutrido.
A veces, el servicio no implica ningún  esfuerzo de nuestra parte. Otras, nos ago­ta. Con ciertas personas, estoy totalmente presente y me abro de par en par. Con otras, me da lo mismo estar aquí o en Marte. Tener la oportunidad de servir al otro nos suele parecer un don divino. Pero luego pensamos: “Hey, ¿y yo?"
En la tumba de Gandhi se lee la siguien­te inscripción: "Piensa en la persona más pobre que hayas conocido y pregúntate si lo próximo que hagas le servirá de algo". Esta frase resuena en mi mente cada vez que arrojo el pan del día anterior al bote de basura. O que gasto treinta dólares en un espectáculo con el único fin de pasar un momento divertido, cuando esa misma suma bastaría para que otro ser humano recuperara la vista gracias a una sencilla operación quirúrgica en algún país sub­desarrollado. "Vive con sencillez para que los, demás puedan sencillamente vi­vir". La fuerza de esta propuesta de Ghandi me conmueve. Pero no tengo del todo claro cuándo ponerla en práctica, día a día, aquí, en nuestro Occidente opulento. A veces me siento un poco culpable.
Por el momento, gozo de buena salud y de la compañía de amigos afectuosos, tengo casa, comida y trabajo, y tiempo libre para divertirme; y todo eso me hace sentir afortunado. Cuando necesito ayu­da, sé a quién llamar. Si lo deseo, puedo mantenerme momentáneamente alejado de los lugares donde el dolor es deveras visible, donde no puede ser ocultado ni aliviado.
No obstante, hay veces en las que no siento el sufrimiento humano, ni el mío ni el de los demás. Si no me enfrento cara a cara con la tragedia, al instalarme frente al televisor no tengo más remedio que ver en el noticiero vespertino las imágenes de un planeta gimiente: gente sin hogar durmiendo en el banco de una plaza o en un umbral; la mirada vacía de los ancia­nos que viven en los asilos; revoluciona­rios adolescentes en cautiverio, guardias armados adolescentes que los vigilan; un conductor ebrio que mata, a toda su fami­lia; el vientre hinchado y los ojos saltones de un niño hambriento; las víctimas de una catástrofe natural; lideres impoten­tes, servidores impotentes.
Ciertas imágenes me hacen reflexio­nar: "¿Qué es lo que dice este señor?" Otras me hacen sentir incómodo y cambio de canal. Otras me rebelan y me incitan a colaborar. Otras me hacen suspirar: sien­to horror y compasión. Tendría que apa­gar el televisor y huir a un santuario filosófico. Simplemente es demasiado para mí.
¿Cómo podré mantener mi corazón abierto y no decaer? Después de todo, merezco vivir mi vida. Pero aun así  me gustaría hacer algo por los otros. ¿Qué es lo que tengo para ofrecer? Que resulta­ría de mayor utilidad para ellos? No son preguntas sencillas de responder.
Vamos, vamos, haz todo lo que puedas...
Referencia bibliográfica
Dass, R. y Gorman,P. (2003). En que puedo servirte. Revista Uno Mismo, Volumen 5(2), págs 28-34.


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