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En qué puedo servirte (parte III)


Ram Dass y Paul Gorman
La inercia del condicionamiento
Nos topamos con un dilema interesante. A menudo nos parece que nuestros deseos de ser solícitos con los demás son instinti­vos. Cuanto más nos dejemos guiar por ellos, mayor será la oportunidad de sentir­nos íntegros y de ser serviciales. Sin em­bargo, en ciertas ocasiones dudamos en llegar al otro. Quizás por costumbre o condicionamiento; Las razones no son en absoluto sencillas.
"Cuando la gente perdió de vista el modo en que se debe vivir aparecieron los códigos del amor y honestidad, apareció el aprendizaje, apareció la caridad, la hipocresía pasó a primer piano; cuando las diferencias debilitaron los vínculos familiares aparecieron los padres bondadosos y los hijos respetuosos; aparecieron los sacerdotes considera­dos los más fieles."
En el Tao Te Ching ("Tratado sobre la virtud del camino"), un pequeño libro escrito hace dos mil quinientos años, Lao Tse narra hechos que se repiten en la actualidad, en cual­quier pedido de ayuda. Un extraño nos pregunta: " ¿Me podría prestar unas mone­das?" De inmediato, ciertos prejuicios sa­len a relucir y dudamos sobre lo que debe­mos hacer.
Es probable que si permanecemos inac­tivos es porque sentimos rechazo ante la formalidad que revisten las tareas compa­sivas. Colaboramos con las colectas; pa­gamos los impuestos; trabajamos. Esos fondos deberían servir para ayudar a este hombre que nos pidió unas monedas; o quizás ya fueron destinados a un comedor comunitario o una olla popular. Es por eso que no estamos seguros de prestarle el dinero; pero nos detenemos a pensar y nos damos cuenta de que no podemos hacer caso omiso a su pedido, como tampoco podemos delegar toda la responsabilidad en el gobierno.
Nos enseñaron que "la familia es lo primero". Más allá del alambrado, nues­tras reglas cambian. Este tipo que me pide una limosna no puede ser considerado "uno de los nuestros". Quizás no sepamos que hacer porque carecemos de una expe­riencia familiar intensa. El "aflojamiento de los vínculos" —entre la pareja, las distintas generaciones o los parientes leja­nos— hizo que el hábito de dar fuese perdiendo su espontaneidad. No sabemos a ciencia cierta qué es lo que le debemos al otro, ni siquiera a nuestros seres más cer­canos.
¿Nos sirvió la educación que recibi­mos? En la escuela tuvimos que comer a veces guisos insoportables, pero ¿conoci­mos el hambre? La necesidad humana, la impotencia de no poder ayudar, el sufri­miento... ¿estudiamos estos temas o con­versamos acerca de ellos a medida que íbamos creciendo?
Es muy posible que no comprendamos quién es este hombre que nos pide dinero porque no somos capaces de mirarlo a los ojos; nos cuesta mirar a los ojos a la mayoría de las personas con que nos cru­zamos a diario. Vamos todos juntos en el ascensor con la vista fija en nuestros zapa­tos. Muchas de nuestras comunidades ha­cen hincapié en la privacidad. Si hasta con los vecinos hablamos solo de vez en cuan­do, ¿acaso vamos a responderle a un extraño? Sin nada en que basarnos, lo único que nos resta es adivinar quién es esa persona. ¿Un enfermo mental recientemente dado de alta? Quizás le demos las monedas en ese caso. ¿Un alcohólico? No, el dinero empeoraría las cosas. ¿Quién sabe cuál es la verdad? Entonces le damos el dinero... o no... y seguimos caminando.
Todas estas preguntas e inquietudes que nos acechan en situaciones tan cotidianas como la que acabamos de mencionar tam­bién surgen cuando la exigencia es mayor. ¿Donaríamos un porcentaje de nuestros ingresos para mitigar la hambruna mun­dial? ¿Veríamos con buenos ojos que se inaugurara un albergue para los que no tienen hogar a la vuelta de nuestra casa? ¿Llevaríamos a nuestros padres ancianos a vivir con nosotros o los enviaríamos a un asilo sin reparar en gastos?
Los condicionamientos no desaparecen en el mismo instante en que nos decidimos a servir al prójimo. Ya se trate de una tarea voluntaria de pocas horas semanales o de un trabajo de tiempo completo, jamás de­jaremos de preguntamos cual es el límite: cuánto estamos dispuestos a dar y cuanto necesitamos conservar para nosotros.
Sin embargo, no deberíamos atribuir nuestra incertidumbre a la costumbre o a las circunstancias. Si somos mínimamente honestos con nosotros mismos, las raíces de estas fuerzas externas las hallaremos en nuestro interior.
Podemos aferrarnos a vínculos que nos son familiares por terror a ser rechazados. Ayudamos a una amiga que comprende nuestros sentimientos, pero no nos ofrece­mos para trabajar con madres solteras de un nivel social inferior. ¿Estamos prepara­dos para eso? ¿Son esas mujeres como "nosotros"?
Quizás nos cueste enfrentar el sufri­miento de los demás pues no sabemos qué hacer con nuestro propio dolor y terror. Demoramos la visita a un compañero de trabajo que está agonizando porque le te­memos a nuestra propia muerte, no a la de él; y si tomamos conciencia de esto, el sentimiento de culpa nos bloqueara aún más.
Decidimos de qué manera servir al otro teniendo en cuenta ciertas necesidades y motivos personales. Deveras ansiamos ayudar a los enfermos físicos y mentales. Pero, a decir verdad, nos agrada pertene­cer a la clase de los "profesionales de la salud" y gozar del poder que nos brinda este título. Una parte de nosotros se enor­gullece de ser, en apariencia, el motivo del bienestar del otro.
Y cuando nos preguntamos qué es lo que podemos ofrecer a los demás, ¿no estamos poniendo en duda nuestros méritos personales? Independientemente de cuáles sean las influencias externas que estén en juego, ¿no nos estaremos hacien­do aún la pregunta esencial: ¿Quién soy?
Por lo general, llegamos al otro y nos ayudamos mutuamente. La expresión de nuestra compasión natural nace sin difi­cultad y estamos a la altura del desafío. Pero no hay duda de que estas profundas preguntas internas acerca de nuestra iden­tidad y de la relación que mantenemos con los demás surgirán con frecuencia mientras nos estemos sirviendo el uno al otro. Cuanto más desgarrante sea la situa­ción, mayor será la probabilidad de que estos temas ocupen un lugar central: ¿Quiénes somos para nosotros mismos y para el otro? Todo se resumirá en esta pregunta.
¿Seremos capaces de mirar hacia nues­tro interior? ¿Nos daremos cuenta de que para servir mejor a los demás debemos enfrentar nuestras propias dudas, necesi­dades y resistencias? Nadie logró crecer sin haberlo hecho antes. No sería la prime­ra vez que tengamos que luchar contra la inercia del condicionamiento.

Referencia bibliográfica
Dass, R. y Gorman,P. (2003). En que puedo servirte. Revista Uno Mismo, Volumen 5 (2), págs 28-34.


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