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En qué puedo servirte (parte IV)


Ram Dass y Paul Gorman
Ofrecer el ser
Con frecuencia, en nuestro esfuerzo por sentirnos seguros y proteger la integridad del ser propio separado, le damos más importancia a un aspecto de nuestra inte­gridad que al otro. Aunque somos cons­cientes, de un modo abstracto, de que somos seres físicos, emocionales, mora­les, políticos y espirituales, todo a un mis­mo tiempo, preferimos aferrarnos a una faceta de nuestra identidad por sobre las otras. Nos especializamos. En consecuen­cia, es frecuente que nos mintamos acerca de todo lo que tenemos para ofrecernos el uno al otro.
"Soy solo un cirujano. Lo que ustedes deberían hacer es confiarle sus reacciones emocionales sobre esta experiencia a otra persona." ¿Por qué? ¿Qué hay acaso del manantial de compasión que estalla luego de haber observado a tantas personas en vivencias similares cuando eran nuestros pacientes? Si nos limitamos a considerar­nos cirujanos, obstruiremos el camino ha­cia nuestra empatía, una fuente potencial de consejos y confortamiento.
O quizás creamos que somos "in­dagadores espirituales": "Soy una persona esencialmente religiosa. No entiendo de­masiado de política". No obstante, el mero hecho de abrirnos a un sentido más amplio de la identidad nos permite comprender que lo que la acción social necesita es, justamente, esa serenidad interior que he­mos cultivado durante las prácticas espiri­tuales.
Muy a menudo nos negamos, a nosotros mismos y a los demás, la plenitud de recursos de nuestro ser sólo porque estamos acostumbrados a definirnos en forma esquemática y defensiva. Nos vamos trans­formando en seres menos flexibles, menos versátiles y, en definitiva, menos servicia­les.
De vez en cuando nos desplazamos entre nuestras diversas identidades con fluidez y destreza. Es una sensación que nos permite saborear la verdadera liber­tad, la liberación que sobreviene al dejar de identificarnos con nuestra autoimagen. Experimentamos la versatilidad de nues­tro ser y la independencia de nuestra percepción. Abrimos las ventanas de nuestro pequeño hogar para que el aire circule libremente.
El humor también sirve para sustentar esta perspectiva que nos permite desper­tar. ¿De qué otra cosa podemos reírnos al final de la vida sino de nuestra vanidad y nuestro inflado apego por eso que creemos que somos? Los hermanos Marx no respe­taban a nadie... vale decir, no respetaban a nadie que se tomara muy en serio, como si realmente fuese "alguien". Y nosotros nos sentábamos a mirarlos, a reírnos, a delei­tarnos, agradecidos por esos gags y sus morisquetas maravillosas. ¿Cuántas veces reconocemos en nosotros la característica estupidez humana, cuando algún otro la señala? ¿No nos sentimos más libres cuan­do un amigo nos hace una broma acerca de nuestra arrogancia, y somos capaces de aceptarla sin contrariarnos y festejarla junto con todos los demás? En esos casos nos libramos de nuestra autoimagen. Hasta podemos actuar con esa misma irreverencia frente a nuestra conducta y a nuestros apegos.
A medida que nuestra óptica se amplía, vamos notando que las autoimágenes, los modelos y las identidades de nuestro ego pueden resultar útiles, sin convertirse necesariamente en una trampa. Quizás nos cueste adoptar esta óptica, pero la direc­ción es clara. Al desapegarnos de nuestra autoimagen, podremos observar mejor quienes somos.
Es como si viviéramos en un pueblecito al pie de la montaña y un día subiéramos a la cima, desde donde vemos los caminos transitados a diario: las calles que nos llevan a nuestro lugar de trabajo y a los distintos comercios, la avenida principal, los atajos, los lugares que solemos visitar. Contemplamos todo desde allí arriba. Lue­go, regresamos al pueblo. A partir de ese momento, cada vez que caminemos hacia un lado o hacia el otro, una parte de nosotros siempre tendrá presente aquel paisaje visto desde la cumbre. El día seguirá su marcha, pero la imagen no desaparecerá.
No obstante, el proceso de desapegarnos de nuestra separatividad se desencadena porque hemos llegado al límite de nues­tros roles y autoimágenes. "Di todo lo que tenía", "intenté todo lo conocido": nada dio resultado. Quizás renunciemos, resignados; por definición, el ser propio separado tiene sus límites. Pero tal vez hallemos otro camino. Nos rendimos ante lo desconocido. Sin nada más que hacer, dejamos que nuestro corazón y nuestra sabiduría intuitiva nos revelen otra forma de ser.
Cuando nos deshacemos del modelo que nos pauta quiénes somos, quedamos libres para reunirnos con lo otro, con los otros. Y cuando esta sensación de ser nos abarca a todos — a nuestro semejante, al parque, a la lluvia— la separatividad des­aparece y la compasión nos une.
El objetivo es ser servicial, ofrecer a los demás lo que nace de nuestro sentido de la unidad, para lo cual buscamos y celebra­mos aquellas experiencias que nos permi­ten sentirnos relacionados con los elemen­tos del universo.
Allá afuera, debajo de las estrellas, nos esforzamos por aprehender las nociones de las distancias siderales y de las galaxias (los famosos "años luz") hasta que la men­te se siente vasalla y se inclina con devo­ción. De repente, nuestro sentido de exclu­sividad o separatividad desaparece y nos identificamos con la abarcadora infinitud del universo.
Escuchar un coral de Bach y sentirse transportado hacia un orden y una armonía que está más allá de la música en sí...
            Trabajar en el jardín; sonreír al recordar las semillas que plantamos en la primave­ra; apreciar los frutos que, con justa razón, nos brinda la naturaleza, con esa misma energía vital que crece en ti...
Hacer el amor con alguien muy querido; tú y el otro son uno, pero se sienten más ustedes mismos que nunca...
O servir: consolar a una criatura acon­gojada, tranquilizar a un enfermo asusta­do, acercar un vaso de agua a un moribun­do...
Somos un vehículo de benevolencia, un instrumento de amor. En todo hacer hay algo más que el hacedor y lo que hace: sentirse transformado y conectado a una percepción más profunda de la identidad.

Referencia bibliográfica
Dass, R. y Gorman,P. (2003). En que puedo servirte. Revista Uno Mismo, Volumen 5(2), págs 28-34 

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