Ram Dass y Paul Gorman
Ofrecer el ser
Con frecuencia,
en nuestro esfuerzo por
sentirnos seguros y proteger la integridad del ser propio separado, le damos más
importancia a un aspecto de nuestra integridad que al otro. Aunque somos conscientes,
de un modo abstracto, de que somos seres físicos, emocionales, morales, políticos
y espirituales, todo a un mismo tiempo, preferimos aferrarnos a una faceta de
nuestra identidad por sobre las otras. Nos especializamos. En consecuencia, es frecuente que nos mintamos acerca de todo lo que tenemos para ofrecernos el
uno al otro.
"Soy solo un cirujano. Lo que
ustedes deberían hacer es confiarle sus
reacciones emocionales sobre esta experiencia a otra persona." ¿Por
qué? ¿Qué hay acaso del manantial de compasión que estalla luego de haber
observado a tantas personas en vivencias similares cuando eran nuestros
pacientes? Si nos limitamos a considerarnos cirujanos, obstruiremos el camino
hacia nuestra empatía, una fuente potencial de consejos y confortamiento.
O quizás creamos que somos "indagadores espirituales": "Soy una
persona esencialmente religiosa. No entiendo demasiado de política". No obstante, el mero hecho de abrirnos a un sentido más amplio
de la identidad nos permite comprender que lo que la acción social necesita es,
justamente, esa serenidad interior que hemos cultivado durante las prácticas
espirituales.
Muy a menudo nos
negamos, a nosotros
mismos y a los demás, la plenitud de recursos de nuestro ser sólo porque estamos acostumbrados a definirnos en forma esquemática y defensiva. Nos vamos transformando en seres menos flexibles, menos
versátiles y, en definitiva, menos serviciales.
De vez en cuando nos desplazamos entre
nuestras diversas identidades con fluidez y destreza. Es una sensación que nos
permite saborear la verdadera libertad, la liberación que sobreviene al dejar de identificarnos con nuestra autoimagen.
Experimentamos la versatilidad de nuestro ser y la independencia de nuestra
percepción. Abrimos las ventanas de nuestro pequeño hogar para que el aire
circule libremente.
El humor también sirve para sustentar
esta perspectiva que nos permite despertar.
¿De qué otra cosa podemos reírnos al final de la vida sino de nuestra
vanidad y nuestro inflado apego por eso que
creemos que somos? Los hermanos Marx
no respetaban a nadie... vale decir,
no respetaban a nadie que se tomara
muy en serio, como si realmente fuese
"alguien". Y nosotros nos sentábamos a mirarlos, a reírnos, a
deleitarnos, agradecidos por esos gags y sus morisquetas
maravillosas. ¿Cuántas veces reconocemos
en nosotros la característica estupidez humana, cuando algún otro la señala? ¿No nos sentimos más libres cuando un amigo nos hace una broma acerca de
nuestra arrogancia, y somos capaces de aceptarla
sin contrariarnos y festejarla junto con todos los demás? En esos casos
nos libramos de nuestra autoimagen. Hasta podemos
actuar con esa misma irreverencia frente a nuestra conducta y a nuestros apegos.
A medida que
nuestra óptica se amplía,
vamos notando que las autoimágenes, los
modelos y las identidades de nuestro ego
pueden resultar útiles, sin convertirse necesariamente en una trampa. Quizás
nos cueste adoptar esta óptica, pero la dirección es clara. Al desapegarnos de
nuestra autoimagen, podremos observar mejor quienes somos.
Es como si
viviéramos en un pueblecito
al pie de la montaña y un día subiéramos a
la cima, desde donde vemos los caminos transitados a diario: las calles que nos
llevan a nuestro lugar de trabajo y a los distintos comercios, la avenida
principal, los atajos, los lugares que
solemos visitar. Contemplamos todo
desde allí arriba. Luego, regresamos al pueblo. A partir de ese momento, cada vez que caminemos hacia un lado o hacia el otro, una parte de nosotros
siempre tendrá presente aquel paisaje visto desde la cumbre. El día
seguirá su marcha, pero la imagen no desaparecerá.
No obstante, el
proceso de desapegarnos
de nuestra separatividad se desencadena porque hemos llegado al límite de nuestros
roles y autoimágenes. "Di todo lo que tenía", "intenté todo lo
conocido": nada dio resultado. Quizás renunciemos, resignados; por definición,
el ser propio separado tiene sus límites. Pero tal vez hallemos otro camino. Nos rendimos ante lo desconocido. Sin nada
más que hacer, dejamos que nuestro corazón y nuestra sabiduría intuitiva nos revelen otra forma de ser.
Cuando nos deshacemos del modelo que
nos pauta quiénes somos, quedamos libres para reunirnos con lo otro, con los otros. Y cuando esta sensación de ser nos
abarca a todos — a nuestro semejante, al parque, a la lluvia— la separatividad
desaparece y la compasión nos une.
El objetivo es
ser servicial, ofrecer a los
demás lo que nace de nuestro sentido de la
unidad, para lo cual buscamos y celebramos aquellas experiencias que nos permiten sentirnos relacionados con los elementos
del universo.
Allá afuera, debajo de las estrellas,
nos esforzamos por aprehender las nociones de
las distancias siderales y de las galaxias (los famosos "años luz") hasta que la mente se siente
vasalla y se inclina con devoción. De
repente, nuestro sentido de exclusividad o separatividad desaparece y
nos identificamos con la abarcadora infinitud del universo.
Escuchar un coral de Bach y sentirse transportado hacia un orden y una armonía
que está más allá de la música en sí...
Trabajar en el jardín; sonreír al
recordar las semillas que
plantamos en la primavera; apreciar los
frutos que, con justa razón, nos brinda la naturaleza, con esa misma
energía vital que crece en ti...
Hacer el amor
con alguien muy querido;
tú y el otro son uno, pero se sienten más ustedes mismos que nunca...
O servir: consolar a una criatura acongojada,
tranquilizar a un enfermo asustado, acercar
un vaso de agua a un moribundo...
Somos un vehículo
de benevolencia, un
instrumento de amor. En todo hacer hay algo más que el hacedor y lo que hace:
sentirse transformado y conectado a una percepción más profunda de la identidad.
Referencia
bibliográfica
Dass, R. y Gorman,P. (2003). En que puedo servirte. Revista Uno Mismo, Volumen 5(2), págs
28-34
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