Patricia Vidal Ruibal
El
comienzo….
En los últimos días de la primavera,
una pareja de palomas eligió la ventana de mi baño para crear su nido.
Ha sido un regalo para mí observar
cada día el encanto de la vida que fluye hacia adelante, propiciando la llegada
de las nuevas generaciones. Pude observar como traían cada ramita, y como la
hembra levantaba las plumas de su cola llamando a su compañero, en una danza
seductora, y entonces él de a ratos la visitaba, colaborando con alguna ramita,
y a la vez que copulaban y respondían al llamado de la naturaleza, construían
juntos el lugar para cuidar de la vida.
Así, paso a paso, también pude ser
testigo de la tarea de la madre y la tarea del padre en el sostén de sus hijos,
durante el tiempo necesario para que ellos volaran y ocuparan su lugar en la
vida. Fue un bello aprendizaje observar tan de cerca la sagrada tarea de la
preservación de la continuidad de la especie, y por lo tanto la vida toda.
Al depositar los huevos, que son dos
cada vez (esto lo aprendí porque hubo otra pareja que también anidó en mi
casa), la madre se dispone a empollar. Durante casi un mes está inmóvil en su
sitio, soportando el intenso sol, las lluvias y los vientos. El padre se ocupa
de alimentar cada tanto a la madre en ese tiempo.
Cuando las crías han salido de sus
huevos, la madre sale de vez en cuando a buscar comida y los alimenta boca a
boca. Ellos entran su pico hasta el buche de la madre donde ella guarda la
comida, ya un poco “preparada” para la ingesta de sus hijos. Pareciera que el
padre ya no está, pero durante un tiempo él está cerca, y alguna vez logré
verlo de nuevo, en la ventana del nido.
Cuando las crías crecieron me era
difícil comprender como hacia la madre para colocarlas debajo suyo, tan
protegidos que parecían no estar, sobre todo si el clima se ponía mas árido, o
si yo me asomaba mucho a la ventana.
Cuando llegó el momento de aprender a
volar, la madre salió con el hijo más grande primero, y fueron intentando en
pequeños trechos. Como no lo logró en los primeros intentos, pasaron algunas
noches sobre tierra, juntos, con ella cobijándolo.
Un día encontré a la cría sobre el
pasto, debajo de la ventana. Creí que estaba sola, y me preocupé. De todos
modos no me acerqué, ni la toqué (sé que a veces eso interfiere en el vínculo
con la madre). Solo lo observaba de a ratos y entonces comprobé que su madre
estaba cerca, y también su hermano, que ya volaba trechos más largos.
No sabría decir sobre el padre. Tal
vez también estaba próximo, pero ya no pude distinguirlo entre tantas palomas
que vuelan por mi jardín. (Las parejas de horneros permanecen juntos hasta que
uno de ellos muere, ¿podemos decir por eso que son mejores que las palomas?).
¿Qué es esta fuerza que hace que la
madre se dedique absolutamente al cuidado de sus crías, que se aproxime al
pequeño que no ha comido, lo estimule, llame su atención y entregue el alimento
de dentro de su cuerpo? Durante mucho tiempo a esto lo hemos llamado instinto.
Creo que la palabra no abarca la intensidad y profundidad de ese movimiento que
sustenta la vida toda, en la naturaleza de cada uno de nosotros, los seres
vivos.
Esa fuerza es el Amor. ¿Acaso el Amor
tiene que tener una intención o finalidad consciente para ser tal?
El amor como fuerza dadora y
sostenedora de vida, es el poder que hace que realicemos el acto “inconsciente”
de arriesgar nuestra propia vida para generar más vida. Así mismo es entre
nosotros los seres humanos. Todos venimos de ahí. Porque el acto sexual que nos
lleva a la concepción y el acto de parir, son actos que llevan en sí mismos a
la vida y a la muerte como posibilidades.
Ha sido reconfortante encontrar esta
fuerza, nombrada en forma similar en distintos caminos de la vida, en las
búsquedas hacia el Verdadero ser.
Bert Hellinger, creador del modelo
sistémico de las constelaciones familiares, le llama “la fuerza que nos une”. Y
asimismo, en el camino Sagrado Guaraní (Ñandereko), le llamamos Mborayu, o
“espíritu que nos une”. Es la fuerza que nos sostiene a todos, en todas las
formas de la vida.
El amor verdadero es el que nos
sostiene, es el que hizo posible nuestra existencia, y es el que luego se
manifiesta de diferentes formas a través de nuestra vida. Y la manifestación de
cariño o afecto, es solo una pequeña parte de esas posibilidades.
¿A dónde voy con todo esto? A que el
amor ha sido desprestigiado y malentendido en los últimos tiempos. Rara vez nos
encontramos con la sutil profundidad que nos sostiene, y probablemente usemos
muchas otras palabras para ello.
En algún momento de mi trabajo comencé
a preocuparme por el Amor en la vida de mis pacientes dado que, aunque el amor
siempre está, a nivel consciente no era elegido o conocido con libertad.
Algunos niños se avergonzaban, o negaban la expresión verbal “te amo”,
adjudicándola solo a las relaciones románticas, de enamorados, y cortando esta
forma de expresión hacia sus madres y padres.
No acostumbramos en nuestra sociedad a
nombrar el Amor. Parece que es más sencillo decir “te quiero” a los seres
queridos, aunque esa palabra también la usamos para sentimientos de dominio,
posesión, y en relación a la satisfacción de nuestra propia voluntad. “Te
quiero” viene del ego. “Te amo” viene del alma.
Comencé entonces a observar más detenidamente
qué sucedía con la energía del amor en las relaciones de los niños y sus
familias, y a hacer algunos trabajos específicos para ayudarlos a retomar su
capacidad de experimentar la vibración del amor conscientemente. Digo
conscientemente porque creo que el amor está siempre en la familia de
diferentes formas, y especialmente en los niños, ellos son seres puros de
corazón, y aman incondicionalmente a sus padres y mayores, y también sufren el
amor que genera el amor interrumpido.
Referencia
bibliográfica
Vidal, P. (2011). Las formas del amor. Abordaje sistémico del
niño en la familia. Psicolibros Universitario: Montevideo,Uruguay.
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