
<<El año pasado asistí a
uno de sus seminarios –me dijo-. De regreso a mi casa, no podía dejar de pensar
en mi hijo de dieciocho años. Todas las noches, cuando volvía a casa, lo
encontraba sentado en la cocina con una camiseta gastada y horrible, regalo de
una de sus amigas. Siempre temía que, si los vecinos lo veían, pensarían que no
podíamos vestir a nuestros hijos de forma adecuada.
<<Él simplemente se quedaba
allí, sentado con sus amigos. –Cuando aquella mujer dijo “amigos”, su rostro
reflejó su desagrado-. Todas las noches lo reñía, sobre todo por aquella
camiseta. Una cosa lleva a otra y… Bien, ésa era nuestra relación.
<<Pensé en el ejercicio
sobre el final de la vida que realizamos en el seminario. Me di cuenta de que
la vida es un regalo, un regalo del que no dispondremos para siempre. También
comprendí que mis seres queridos no estarían junto a mí eternamente. Y me puse
a pensar en los supuestos: “¿Y si me moriría al día siguiente? ¿Qué sentiría
respecto a mi vida?” Me di cuenta de que estaba contenta con mi vida a pesar de
que la relación con mi hijo no fuera perfecta. Entonces pensé: “¿Y si mi hijo
moría al día siguiente? ¿Qué sentiría yo respecto a la vida que le había
proporcionado?”
<<Comprendí que, en este
caso, experimentaría una pérdida enorme y un gran conflicto interior debido a
nuestra relación. Mientras representaba en mi mente la horrible escena, pensé
en su funeral. No querría enterrarlo vestido con un traje, pues no era de
llevar trajes: querría enterrarlo con la maldita camiseta que a él tanto le
gustaba. Así es como lo honraría a él y a su vida.
<< Entonces me di cuenta de
que muerto lo amaría por lo que era y lo que le gustaba, pero que no le estaba
dando ese regalo en vida.
<<Comprendí que aquella
camiseta tenía un gran significado para mi hijo. Fuera por la razón que fuera,
era su favorita. Cuando llegué a casa aquella noche le dije que me parecía bien
que llevara la camiseta siempre que quisiera. Le dije que le quería tal como
era. Y me sentí tan bien por haberme despojado de las expectativas, por dejar
de intentar cambiarlo y por amarlo solo por lo que era… Y ahora que ya no
intento que sea perfecto me parece adorable tal como es. >>
Sólo encontramos paz y felicidad
en el amor cuando nos olvidamos de imponer condiciones al amor que sentimos por
los demás. Además, por lo general imponemos las condiciones más duras a
aquellos a quienes más amamos. Nos han enseñado muy bien el amor condicional,
de hecho, hemos sido literalmente condicionados, lo cual hace que el proceso de
des-aprendizaje resulte muy difícil. Como seres humanos, no podemos amarnos los
unos a los otros de un modo completamente incondicional pero sí que podemos
experimentarlo durante algo más que unos minutos en toda una vida, que es lo
que hacemos normalmente.
Una de las pocas ocasiones en las
que disfrutamos de un amor incondicional es cuando nuestros hijos son pequeños.
A ellos no les importa si tenemos un día bueno o malo, cuánto dinero poseemos o
cuáles son nuestros logros. Simplemente nos quieren. Con el tiempo, cuando los premiamos
por sonreír, obtener buenas calificaciones y ser lo que queremos que sean, les
enseñamos a poner condiciones al amor. Pero todavía podemos aprender mucho del
modo en que los niños nos quieren. Si quisiéremos a nuestros hijos
incondicionalmente durante un poco más de tiempo, crearíamos un mundo muy
distinto. Las condiciones que imponemos al amor son pesos con los que lastramos
nuestras relaciones. Cuando nos desprendemos de las condiciones, encontramos
muchas formas de amor que antes no creíamos posibles.
Uno de los mayores obstáculos a
los que nos enfrentamos cuando queremos dar amor incondicional es el miedo a no
ser correspondidos. No nos damos cuenta de que el sentimiento que buscamos
consiste en dar, no en recibir.
Si medimos el amor que recibimos,
nunca nos sentiremos amados, sino estafados, porque el acto de medir no es un
acto de amor. Cuando no nos sentimos amados, no es porque no recibamos amor,
sino porque reprimimos el nuestro.
Cuando discutimos con nuestros
seres queridos, creemos que estamos enfadados por algo que han hecho o han
dejado de hacer, pero en realidad lo estamos porque hemos dejado de dar amor.
La reacción ante una discusión nunca debería ser retener nuestro amor hasta que
respondan a nuestras expectativas. ¿Y si no lo hicieran? ¿Nunca volveríamos a
amar a nuestra madre, nuestro amigo o nuestro hermano? Si los amamos a pesar de
lo que hicieron, percibiremos cambios, veremos desatarse todo el poder del
universo. Y veremos cómo los demás nos abren su corazón con ternura.
Referencia bibliográfica
Kubler-Ross E. y Kessler D. (2007). México: Zeta Bolsillo.
Comentarios
Publicar un comentario