“Partir es morir un poco”. Así reza un refrán
al que todos veneramos como una verdad. Decir “adiós”
es morir un poco, digo yo, parafraseando el refrán; decir un adiós definitivo... ¿es morir mucho?
A lo largo de mi trabajo terapéutico he notado como una constante, la necesidad de mis pacientes de decir adiós
a una serie de personas
y situaciones de su vida y el doloroso proceso
que se inicia hasta la despedida final.
Sólo después de esa despedida, auténtica y sincera, es cuando
renace en nosotros
nuestro auténtico yo, y el aquí y ahora empiezan a adquirir un significado pleno.
Estamos agarrados a nuestro pasado y el soltarlo nos produce el vértigo del vado;
sin historia, dejamos
de ser.
Al tener que rellenar nuestro
yo con la historia nos agarramos al pasado, nos agarramos
a situaciones y personas que pasan a llenar huecos en nuestra
personalidad. Buscamos en esas personas aquellas cualidades y características que tapan, poniendo
un parche, en los vados que hemos ido creando.
Los necesitamos y dependemos de ellos porque tienen algo que nos gusta, porque tienen algo de lo que nosotros
creemos que carecemos, y tratamos a toda costa de llenarnos
de ellos en lugar de sacar, de recuperar de nosotros, aquello
que no sentimos dentro.
El primer enganche
surge cuando nosotros,
niños espontáneos y flexibles,
niños llenos de nosotros mismos,
empezamos a renunciar
a partes de nuestro yo para conseguir la atención y el cariño de nuestros padres. Sin darnos cuenta,
vamos renunciando a algunos de nuestros sentimientos (rabia, ilusión, espontaneidad, fortaleza o debilidad...) y cuando aparece
ese hueco o vado en nosotros, lo llenamos a toda costa con esa característica
nuestra que vemos en el otro. Pero lejos de establecer
una relación sana, de igual,
empezamos a depender
de ese otro porque si se va... se llevará con él nuestra
tranquilidad y nuestro aparente equilibrio
se tambaleará. Ya no podemos
prescindir del otro porque nuestros viejos fantasmas
harán su aparición
y la angustia de lo no resuelto
nos invadirá.
Nos agarramos o nos enganchamos cuando tenemos asuntos
sin concluir, o concluidos de una forma no satisfactoria. Ante esa sensación, de insatisfacción, archivamos la situación como “pendiente de un final satisfactorio” y una y otra vez seguimos trayendo
la situación a nuestras vidas, de forma no consciente, con el vano intento de acabar con ella.
Todos hemos tenido
la sensación, alguna
vez, de que ciertos acontecimientos de nuestra vida se repiten,
que parece que tanto el proceso
como el fin es siempre el mismo. Uno de los más notorios es el de buscar alguien, como pareja, que comparta nuestra vida y después de dos o tres posibles parejas,
llegamos a la conclusión de que siempre son similares y que la relación
siempre transcurre y termina de la misma forma.
No todo el mundo es consciente de esta repetición pero sí llegan a la conclusión de “siempre me pasa igual”,
sin ser conscientes de que lo que en realidad
buscan es una historia que terminar, un agarrarse a alguien que les
dé lo que les falta privando
con ello al otro sujeto de su propio yo. Y al sentirse ambos ahogados por las exigencias del otro y sintiendo
su propia angustia,
tratan de huir para cerrar su historia
en otra persona,
en lugar de enfrentarse a sus propias vidas y crecer
emocional y personalmente juntos.
Hablamos de una “Situación inconclusa” cuando supuestamente
concluida una situación, nos quedamos con la sensación incómoda de no haber expresado
todo lo que queríamos expresar. Así por ejemplo,
cuando nos acusan de haber hecho algo mal y por miedo a las consecuencias no damos rienda
suelta a nuestros
sentimientos, y optamos por callar nuestros sentimientos y tratar de olvidar (tratar, intentar, procurar... significa no hacerlo nunca).
Vivir la vida de una forma satisfactoria supone
el empezar y acabar una situación en cada aquí y ahora, expresando nuestros
sentimientos y nuestras sensaciones.
Referencia
bibliográfica.
Martín, A y Vázquez, C. (2005). Cuando me encuentro con el Capitán Garfio... (NO) me engancho. España: Desclée de Brouwer.
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