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“Amar egoístamente”


Extracto del libro de Bucay, J.
El camino de la Autodependencia. Ed Océano.

El primer hito del camino de la autodependencia es el propio amor, como lo llamaba Rousseau, el amor por uno mismo. Esto es, mi capacidad de quererme, lo que a mí me gusta llamar más brutalmente el saludable egoís­mo y que abarca por extensión la autoestima, la autovaloración y la conciencia de orgullo de ser quien soy. Desde la publicación de mi libro De la autoestima al egoísmo, la gente siempre me pregunta: "Pero, por qué lo llamas egoísmo... que a mí no me deja aceptarlo bien?".

Lo llamo así para no caer en la tentación de evi­tar esta palabra solo porque tiene "mala prensa".
A veces digo: "Bueno, cómo quieren que lo lla­memos? Llamémoslo como quieran. ¿Quieren llamarlo silla? Llámenlo silla. Pero sepan internamente que esta­mos hablando de egoísmo".
Lo que pasa es que hay que dejar de temerle a esa palabra. No confundirla con actitudes miserables o crueles, codiciosas o avaras, mezquinas, mines o cana­llescas. Son otra cosa.
No hace falta ser un mal tipo para ser egoísta. No hace falta ser una mujer jodida para ser egoísta. Se puede ser egoísta y tener muchas ganas de compartir. Siempre digo lo mismo.
Me da tanto placer complacer a las personas que quiero, que siendo tan egoísta... no me quiero privar... Yo no me quiero privar de complacer a los que quie­ro. Pero no lo hago por ellos, lo hago por mí. Esta es la diferencia.
La diferencia está en que desde esta posición ja­más se puede pensar en función de lo que hago por el otro. Si yo hiciera cosas por ti, no podría seguir siendo autodependiente. No dependería de mí, sino de lo que tú necesitas de mí.
Y entonces... quizá... poco a poco me vaya vol­viendo dependiente. Y si me encuentro siendo dependiente, bueno se­ría que revise esto. Si soy dependiente, entonces hay permisos que no me puedo conceder. Y si hago esto debe ser porque no me creo valio­so o no me quiero lo suficiente.
Jamás hago cosas por los demás.

Alguien podría decir que este discurso suena muy egoísta. Y es cierto que suena egoísta... porque lo es.
Lo que pasa es que este no es el egoísmo mezqui­no, y codicioso en el que estamos acostumbrados a pensar cuando oímos esa palabra. Es el egoísmo de aquellos que se quieren suficientemente como para sa­ber que son valiosos y que tienen cosas para dar.
A veces, cuando digo esto, hay gente que cree que hablo en contra de la solidaridad, en contra de la ayuda solidaria.
"¡Porque tú hablas de autodependencia, hablas de saberse a uno mismo, hablas de la libertad... y enton­ces cada uno puede hacer lo que quiera y si cada uno hace lo que se le da la gana, entonces va a terminar... matando al vecino...!"
Y yo digo: la presunción de donde termina el planteamiento de las libertades individuales depende del lugar ideológicamente filosófico del cual uno parta.
Hay dos posturas filosóficas que son bien opues­tas. Una, que cree que el ser humano es malo, cruel, dañino, perverso, y que lo único que espera es una oportunidad para poder complicar al prójimo y sacarle lo que tiene. Y otra que dice que el ser humano es bue­no, noble, solidario, amoroso y creativo, y que, por ende, si lo dejamos en libertad de ser quien es descubri­rá lo que hay que descubrir y, finalmente, se volverá el más generoso y leal de los animales de la creación.
Porque en libertad puede elegir ser solidario aun­que sepa que, en realidad, no lo hace por el otro sino por él mismo.
Y este es el egoísmo bien entendido, tal como yo lo concibo.
Quiero definir el egoísmo como esta poco simpáti­ca postura de preferirme a mí mismo antes que a nin­guna otra persona.
La idea de que si yo soy egoísta no voy a pensar en nadie más que en mi se basa en el falso presupuesto de que tengo un espacio limitado para querer, una ca­pacidad limitada para amar a alguien, y que entonces, si lo lleno de mí, no me queda espacio para los demás.
Esta idea no solo es absurda, sino que además es absolutamente engañosa. No hay una limitación en mi capacidad de amar, no tengo límites para el amor y, por lo tanto, tengo capacidad para quererme muchísimo a mí y muchísimo a los demás. Y de hecho, desde el punto de vista psicológico, es imposible que yo pueda que­rer a alguien sin quererme a mí.
El que dice que quiere mucho a los demás y po­co a si mismo miente en alguno de los dos casos. O no es cierto que quiere mucho a los demás, o no es cierto que se quiere poco a sí mismo.
El amor por los otros se genera y se nutre; empie­za por el amor hacia uno mismo. Y tiene que ver con la posibilidad de verme en el otro. Aquella idea tan li­gada a las dos religiones madre de nuestra cultura, la judía y la cristiana, "amarás a tu prójimo como a ti mismo", es un punto de mira, un objetivo supremo.
No es amarás "más" que a ti mismo.
Es amarás "como" a ti mismo.
           


                    

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