Juan Carlos Kreimer
Al
principio, le echábamos la culpa al trabajo. Durante muchas horas del día, del
atardecer, de la noche y de los tiempos de descanso o recreación, ella y yo
estábamos ocupados. Como lo que hacíamos nos apasionaba, le poníamos mucha
libido. Y quedábamos muy pendientes de los resultados como medio de realización
personal.
Cuando nos encontrábamos, nos llevaba
mucho tiempo informarnos acerca de esos temas, que olvidábamos hablar de
nosotros: acerca de cómo nos sentíamos, de necesidades viscerales, de cómo
estábamos con el otro, de cosas aparentemente sin importancia.
Cada tanto, cualquiera de los dos
reclamaba: “No tenemos tiempo para
nosotros. ¿Dónde quedó nuestro espacio? Decíamos, entonces, agendar algunos
momentos para estar juntos, ir a caminar solos o tomar un café y poder conversar
tranquilos. El deseo de estar cerca del otro nos ayudaba a abrirnos y empezar a
compartir lo que nos sucedía. Confirmábamos, incluso, que el otro estaba ahí,
que nos “veía”, a pesar de los prolongados silencios. Pero cuando llegaba la
hora de volver, nos descubríamos hablando del trabajo. ¡Otra vez!
Eso en los mejores encuentros. Hubo
veces en que, indistintamente, alguno sintió que el otro estaba sólo de cuerpo
presente: detrás de la cara y los gestos de atención, parecía o estaba invadido
por sus propios pensamientos.
En
otros momentos, supimos que estábamos lejos porque en el medio teníamos una
hija de pocos años, muy pegoteada y demandadora. A esto le sumábamos nuestro
propio deseo de estar muy cerca de ella. Llegamos a pensar que su interferencia
resultaba una buena excusa para no estar cara a cara entre nosotros.
Después, o al mismo tiempo, atribuimos
nuestra falta de contacto a que ya teníamos alrededor de diez años –unos tres
mil seiscientos sesenta y cinco días e igual cantidad de noches– de estar
juntos. Nos conocíamos lo suficiente como para permitirnos olvidarnos de tiempo
en tiempo, “sin que pasara nada”. El conflicto no estaba en el olvido sino que
esos periodos eran mayores que los de recordarnos.
Cada
tanto, una mano se deslizaba por debajo de las sábanas, cuando el otro ya
estaba entrando en el sueño, y se apoyaba en alguna parte de su cuerpo como
señal de “estoy aquí, desde aquí te registro”. Pero a los pocos minutos, ambos
ya dormíamos, más con una sensación de compañerismo que de amor.
Cuando
alguno se despertaba, despertaba al otro y nos abrazábamos; percibíamos cuánto
nos gustaba estar cerca, lo bien que nos hacía en términos individuales y de
pareja. Ese sentirse querido, comprendido, contenido, anhelado, poseído…
¿Por
qué, si tanto nos gustaba acceder a ese nivel de compenetración, le dedicábamos
tan poca iniciativa? ¿Por qué causa, siempre nuestra, no defendíamos esa
proximidad? ¿Para cuándo nos la reservábamos?
Días
atrás, escuché que a los animales en cautiverio les desciende el interés por aparearse.
Tanto machos como hembras cuando están entre rejas o encerrados en un ambiente
que no sienten como propio, se vuelven indiferentes a sus instintos pasionales,
dejan de procrear. A muchas parejas de hombres y mujeres, que si bien no hemos
sido trasplantados de un entorno a otro, nos sucede lo mismo que a las del
zoológico. Estamos entrampados en un estilo de vida. Parece que no tuviéramos
ganas de tener ganas. Que hubiéramos perdido la pasión. Que algo se hubiera
apagado y fuéramos, más que una mujer y un hombre que se han encontrado en plan
de amor, socios de por vida en una serie de tareas, a veces divertidas, a veces
rutinarias, a veces demasiado incongruentes.
¿Este
es el sentido de estar juntos? ¿Para esto nos casamos? Muchas parejas estables
que se hacen esta mutua recriminación llegan a la conclusión, amarga, que sí.
Por más que les avergüence reconocerlo, entre ellos o en público, tienden a
caer en modelos de convivencia en los cuales la falta de intimidad o una
concepción de esta exclusivamente restringida a la actividad sexual, resulta
inevitable.
Yo
me resisto. Creo que la vida íntima de una pareja abarca muchos otros aspectos
de nuestra vida, individual y de relación. Y que por más que lo laboral ocupe
mucho espacio y dispongamos menos tiempo para el amor físico, hay ingredientes
previos a la intimidad por cercanía física, tan necesarios como enriquecedores.
La confianza, la posibilidad de mostrar las partes más terminadas, el misterio
de descubrir quién es realmente la otra persona, al aprender a dejarla ser tal
como es, el estar ahí…
Kreimer, J.C.
(s/f). Intimidad. Rev. Uno Mismo. Vol. V (1)
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