Por Guadalupe Amescua Villela
Directora del Centro de Estudios e Investigación Guestálticos
En una tarde, como esas que sólo se dan en la mágica ciudad de Oaxaca, en donde el sol se filtra entre sus cerros y calles antiguas dando un toque cálido, andaba yo caminando por el mercado de artesanías. Muchos puestos ya estaban cerrados, y otros a punto de hacerlo. Me detuve en la parte posterior, cuya fascinación es atrayente por la combinación de elementos que ofrece una serie de puestos que se encuentran al fondo, sin separación entre ellos, dando la sensación de ser uno solo. Puestos de tejidos y mercadería salida de los telares de la Sierra Mixteca. Sobre la pared del fondo se muestran extendidos sarapes multicolores, huipiles rojos, blusas con bordados, diferentes prendas todas ellas hechas a mano, pero lo más atractivo es la vida misma de este gran puesto. Los niños juegan y se entretienen con juguetes hechos de materiales tejidos, muñecos de estambre, cochecitos de madera y otros improvisados por su creatividad. Algunos hombres forman un círculo, toman algo, hablan o guardan silencio, pero siempre en su rol de maridos observadores de las transacciones y actividad de las mujeres.
Las mujeres, con túnicas rojas y faldas obscuras ceñidas al cuerpo por una faja, tejen juntas, sentadas en el suelo, con los telares amarrados a la cintura, intercambiando discursos que no entiendo, pero que atraen por su sonido melodioso. Al acercarme ofrecen sus blusas y tejidos, desplegando tramas multicolores con diseños ancestrales.
Sonrío y agradezco, admirando el arte que sus manos hábiles plasman en maravillosos rebozos y diferentes prendas, que desgraciadamente cada vez la modernidad va sustituyendo.
Sigo caminando por el mercado, sé bien lo que vengo a buscar. Tengo un objetivo claro, así como el puesto en donde espera algo muy especial.
Oaxaca siempre me atrapa por la magia de sus tradiciones, porque aún se respira esa mezcla que dio origen a lo que hoy somos: mezcla de nuestras raíces indígenas, español y modernidad. Como en la Plaza de las Tres Culturas, en Oaxaca se vive en cada rincón, en todo su ambiente, el mestizaje. Ciudad que no ha dejado perder su color, su toque mágico, debido a que conserva sus tradiciones: desde el viernes del Llano, el Paseo de las Calendas -que por cierto en esta ocasión me tocó presenciar su peregrinar-, el paso de campesinos que traen a lomo de burro sus hierbas y verduras a vender, circulando campechanamente por las calles; su comida tradicional, los puestos del mercado, en donde aún se encuentran chapulines; hasta la tradicional y ya muy turística Guelaguetza. En toda esta conserva cultural, en lo más recóndito de sus tradiciones, está el alma de su idiosincrasia, y entre ellos sus brujos y chamanes.
Brujos que conservan la esencia de nuestras creencias, portadores de voces olvidadas, de un discurso que se filtra en forma imperceptible y da forma a lo que somos. Palabras a las que nos hemos vuelto sordos e insensibles, pero que aunque no sepamos ya cómo escucharlas, siguen allí, resonando, gritando. Invitándonos a recobrar la conciencia, a re-aprender a escucharlas.
Esencias simbólicas que los artesanos sí conocen. Desde su alma de niños pueden ver, escuchar, y representar en figuras a las que no sabemos descifrar, pero que llaman la atención por sus formas caprichosas y colorido.
Eso es lo que ando buscando. Un artesano le dio forma, su nombre es Lucio Ojeda.
En otra ocasión vine a Oaxaca con mi hija Ana, y fuimos hasta San Martín Tilcajete poblado en donde vive este artesano. Tomamos la carretera para la Sierra, pasamos el Árbol del Tule y después de media hora de camino por sinuosa carretera llegamos a un pueblito típico, como muchos de Oaxaca. Sus calles de tierra, bardas de tejamanil o de varitas de bambú entretejidas, casas de una pieza hechas de adobe, con el humo saliendo entre sus techos, anunciando que dentro se cocina algo rico. Anduvimos por todo el pueblo, preguntando por Lucio, la gente amable nos fue dirigiendo. Mientras, disfrutamos el recorrido, sintiendo una vez más el deseo de quedarme y vivir con la sencillez de esta gente. Llegamos a casa de Lucio, muchacho joven y vivaracho que salió a recibirnos con esa hospitalidad tan natural del oaxaqueño. Nos ofreció una silla pequeña, se sentó frente a nosotros e indagó el motivo de nuestra visita.
- “queríamos conocerte, pues nos gustaron mucho las piezas que haces, nos parecen maravillosas y queremos encargar varias”-
Nos explicó con paciencia todo su proceso:
En madera blanca, corta pedazos pequeños, a los que va dando forma utilizando solamente un cuchillo, tallando de esta manera cada pieza minúscula, con horas de dedicación minuciosa. Luego, en una preparación especial las deja remojando varios días, para que terminen de blanquearse; pasan luego a secarse al sol, para posteriormente, con toda calma irlas pintando pieza a pieza. En un ensamblado perfecto se unen para dar testimonio de una creación única, ante la cual nuevamente quedo maravillada. En esa ocasión pasamos una tarde inolvidable en la casa de Lucio, mostrándonos cómo hace sus brujos, pero sobre todo desplegando ante nosotros la sencillez y profundidad de su propia vida.
Esta tarde, en el mercado de Oaxaca, vengo nuevamente a buscar una creación de Lucio: un brujo.
Un brujo que representa esas partes antiguas, ancestrales, para cada uno de nosotros, un brujo interno, que es el custodio celoso de nuestras creencias, de ideas que guían nuestra forma de ser.
Hay que conocer a nuestros brujos, hacernos sus amigos, dialogar con ellos, hacer consciente su discurso.
Pues hemos aprendido a ser sordos a sus mensajes, pero no por ello dejan de ser guías de nuestra vida. Al escucharlos nuevamente, podemos llegar a acuerdos con ellos, incluso al que ellos más anhelan: dejarles ser libres, devolverlos a los lugares mágicos de donde un día emergieron.
Ellos vienen de lugares viejos. En nuestra infancia, nuestros padres se encargaron de ser sus intermediarios, de abrirles camino hasta nuestro interior. Y ellos, prestos y traviesos brincaron dentro de nosotros, se instalaron cómodamente y se divierten haciéndonos rabiar, incluso a veces chapuceando con nuestra vida. No es que sean malos, pero así son ellos, les gusta hacer sus maniobras, llamando una y otra vez nuestra atención, con la esperanza de hacernos despertar, de que un día tengamos conciencia y les podamos prestar atención. Cuando éramos niños, los brujos eran aliados de nuestros padres, pues a veces traen mensajes generacionales. Sin embargo, ahora muchos de ellos son obsoletos, y los brujos necesitan su libertad para regresar a los bosques, en donde ellos van a limpiarse de viejas cargas, se renuevan y posteriormente buscan alguien más con quien habitar y guiar durante algún tiempo de su vida.
La conciencia de la persona es lo que al brujo le ayuda a recobrar su libertad. Recíprocamente la persona también adquiere libertad, aprende a ser más ella misma, y ya no necesita la guía del brujo.
Llegué al último pasillo del mercado y fui directamente al puesto en donde se encuentran las creaciones de Lucio. Allí estaba, esperando, aunque me costó un poco de trabajo encontrarlo, pues estaba escondido detrás de algunos alebrijes, que hicieron gran alboroto, pues quería que eligiera a alguno de ellos. Un gato morado daba brincos y casi me muerde; una lagartija estilizada, con alas y garras de dragón chillaba y daba de gritos. No les hice caso, seguí buscando. Finalmente lo vi. Único y majestuoso, este
Pequeño brujo, avanzó y vino a mi encuentro.
19 de julio 2005
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