Por Jessica Dector Vázquez
Egresada de la Maestría en Psicoterapia Infantil Gestalt
CEsIGue, Xalapa, ver.
Anoche tuve una experiencia muy reveladora mientras platicaba con alguien cercano. Muchas veces, es fácil para nosotros, los que nos dedicamos a trabajar con la mente, el espíritu y las relaciones, asumir que para el resto del mundo es igual de sencillo darse cuenta de las cosas. Como si nuestro conocimiento especial, debiera ser natural. Yo creo que de cierto modo lo es, sólo que el ser humano ha vulnerado su espíritu al punto de ya no tener fuerza para enfrentar aquello que le aqueja en lo más profundo.
Ayer me daba cuenta de lo cotidiano que resulta vivir con una bolsa de traumas, bloqueos, dolores, enojos, etc., que limiten nuestra experiencia y capacidad de relacionarnos. Y no es que no queramos hacer nada para solucionarlo, es que en la mayoría de los casos, ni siquiera nos damos cuenta. Ya de por si nuestro aparato psíquico es complejo y representa un defensor empedernido del YO (cerrar los ojos), procurando evitarle aquellas cosas que no podría soportar, y encima de todo, en el afuera, en nuestra cultura y nuestra sociedad (la oscuridad), se ha descalificado la vivencia de una parte de nosotros, la parte doliente, lastimada, enojosa. Lo que no alcanzamos a comprender es que el hecho de negar las cosas no evita que continúen haciendo daño y que marquen nuestra forma de estar en el mundo.
Me gustan las metáforas y las analogías, creo que son ejercicios bastante ilustrativos. Para el caso que expongo en esta ocasión describo lo siguiente: imaginen tener su cabeza mirando hacia su lado derecho, mientras del otro lado se encuentra su pierna izquierda con un enorme cuchillo clavado en ella, uno de esos traumas físicos que bloquean nuestro sistema nervioso y dejamos de sentir dolor. Bien, ¿qué creen que pasará si jamás volteamos a ver esa pierna?, ya no podemos sentir el cuchillo, pero sigue haciendo daño, podemos desangrarnos, la pierna se infectará, nuestra marcha obviamente se verá afectada, aunque nos neguemos a reconocerlo, quizá perderíamos la pierna y, en casos extremos, hasta la vida. Ya no podemos sentir el dolor, porque se ha bloqueado para defendernos, pero tenemos otra opción, voltear, ver lo que sucede con cada parte de mí. Al principio, la conciencia del evento será dolorosa y probablemente nos asuste, pero es la única salida para poner remedio a algo que puede costarnos demasiado. Después del impacto por reconocer la presencia del cuchillo en nuestra pierna, tendremos la posibilidad de buscar posibles soluciones, tal vez vayamos al doctor, o gritemos por ayuda, tratemos de remover el cuchillo, lavemos la herida o lo que se nos ocurra. Después habrá que seguir atendiendo la herida, que por supuesto dolerá, y la buena noticia, es que más adelante, con el tiempo y atención necesaria, sanará, quizá habrá alguna marca, una cicatriz, pero jamás será lo mismo, ni nos pondrá bajo el mismo riesgo que seguir teniendo el cuchillo dentro de nosotros.
Así sucede con las cosas de la mente y el alma, tenemos que voltear a vernos para ir encontrando los cuchillos, agujas, espadas, alfileres que tenemos clavados. Lo importante es abrir los ojos como personas y como sociedad para dar lugar al dolor como un mecanismo noble que nos protege, darle su lugar y aprender a sentirlo y escucharlo.
Nosotros los terapeutas, debemos reconocer que la mayor parte de las personas que se encuentran fuera de este mundo, tienen una forma muy distinta de percibirlo y percibirse. Aquel “darse cuenta” que para nosotros es básico, para muchos se encuentra totalmente fuera de su vida, llevándolos a vivir con los ojos cerrados en la oscuridad.
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