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UNA MADRE QUE SE ENCUENTRA CON OTRA


(Fragmento de la obra “Los Miserables” de Victor Hugo)

Colaboración de: LAE Margarita Martínez
CESIGUE, XALAPA

En el primer cuarto de este siglo había en Montfermeil cerca de París un bodegón que ya no existe situado en el callejón de Boulanger. Era propiedad de una familia llamada Thenardier, compuesta de marido y mujer. Se veía sobre la puerta una tabla mal clavada en la pared, en la cual se hallaba algo que, en cierto modo, se asemejaba a un hombre que llevase a cuestas a otro hombre con grandes charreteras de general, doradas, grandes estrellas plateadas y grandes manchas rojas figurando sangre; el resto del cuadro era todo humo y representaba una batalla. Al pie se leía la siguiente inscripción: “Al Sargento de Waterloo”. Nada más frecuente que ver un carro o una carreta a la puerta de un mesón. Sin embargo, el vehículo, o mejor dicho el fragmento de vehículo, que obstruía la calle delante del bodegón del sargento de Waterloo, una tarde de la primavera de 1818, hubiese ciertamente llamado la atención de cualquier pintor que lo hubiera visto.

Era la parte delantera de una de estas carretas, de las cuales se sirven en países montañosos para el trasporte de grandes maderos y troncos de árboles.

¿Por qué aquella desmesurada carreta ocupaba aquel sitio en la calle? En primer lugar, para obstruirla; luego, para que se acabara de enmohecer. En el viejo orden social hay también una porción de instituciones que ocupan del mismo modo la vía pública y tampoco tienen otras razones para estar en ella.

El centro de la cadena colgaba bajo el eje y tocando casi el suelo, sobre la curva que describía, como sobre la cuerda de un columpio, estaban sentadas y agrupadas aquella tarde, entrelazadas graciosamente, dos niñas, de unos dos años y medio la primera y de unos dieciocho meses la otra, en brazos de la mayor la pequeña. Un pañuelo previsoramente anudado impedía que se cayesen. Una madre había visto aquella espantosa cadena y se había dicho:
-          ¡Toma!, he aquí un juguete para mis niñas.

Las dos criaturas graciosamente ataviadas, aun con cierto esmero, irradiaban, por decirlo así. Podría decirse que de aquel hierro viejo brotaban dos rosas; sus ojos eran de triunfo, sus frescas mejillas sonreían. Una era castaña, la otra morena. Sus cándidos rostros eran admirables. Un espino florido, que había allí cerca, enviaba a los transeúntes sus perfumes que parecían manar de ellas. La de dieciocho meses enseñaba su desnudo y gracioso vientre con la casta desvergüenza de la niñez. Por encima y alrededor de aquellas dos delicadas cabezas, amasadas en la dicha y templadas a la luz, la fachada del bodegón, negra por el orín, casi terrible, encabrestada por estacas y llena de ángulos sucios y sombríos, parecía ser algo como el pórtico de una caverna.

A la distancia de algunos pasos, acurrucada en el umbral del bodegón, la madre, mujer de aspecto poco simpático, pero interesante a la sazón, columpiaba a las dos criaturas por medio de un largo bramante, protegiéndolas con la mirada de cualquier accidente, con la expresión animosa y celeste a la vez, propia de la maternidad. A cada vaivén, los horribles eslabones lanzaban un estridente chirrido que parecía un grito de cólera; las pequeñuelas se extasiaban; el sol poniente se mezclaba en aquella alegría. Nada tan bello como aquel capricho de la casualidad que había hecho de una cadena de titanes un columpio de querubines. Al compás que mecía a sus hijas, la madre, con voz de falsete, entonaba una canción entonces célebre:
“Ha de ser, dijo un guerrero…”

La canción y el cuidado de sus hijas le privaban de ver y oír lo que pasaba en la calle. No obstante, como alguien se le había aproximado cuando empezaba la primera estrofa de su canción, de improviso oyó una voz que decía muy cerca de su oído:
- Tiene dos hermosas niñas, señora.
“A la bella y tierna Imogine…”

Respondió la madre, continuando la canción y volviendo después la cabeza. Se hallaba a algunos pasos delante de ella una mujer, la cual llevaba también en brazos una niña. Además cargaba un abultado saco de noche que parecía muy pesado.

La hija de aquella mujer era uno de los seres más divinos que pudieran verse. Era una niña de dos a tres años. Por la coquetería de su adorno hubiera podido competir con las otras niñas; tenía una gorrita de lienzo fino, cintas en la chambra y además lazos en la gorra. El pliegue de su falda levantada dejaba ver un muslo blanco, apretado y firme. Era admirablemente sonrosada y bien hecha. La hermosa niña inspiraba el deseo de morder en las manzanas de sus mejillas. De sus ojos nada podía decirse, sino que debían de ser grandes y tenían magníficas pestañas. Estaba dormida.

En cuanto a la madre, sí, era Fantina. Con dificultad se la conocía, aunque, al examinarla atentamente se descubría siempre su hermosura. Un pliegue triste, que parecía un principio de ironía, arrugaba su mejilla derecha. Por lo que hace a su traje, aquel vestido aéreo de muselina y de cintas que parecía hecho de la alegría, de la locura y de la música, lleno de cascabeles y perfumado de lilas, se había desvanecido como la bella escarcha que se finge diamante a la luz del sol, pero que, al deshacerse, deja enteramente negra la rama en que se posaba.

Diez meses habían trascurrido desde la famosa sorpresa…

¿Qué había sucedido durante este tiempo? Fácil es adivinarlo…

Después del abandono, la miseria. Fantina había perdido consecutivamente de vista a Favorita, Zefina y Dalia. El lazo, una vez cortado por parte de los hombres, se había deshecho por el de las mujeres; quince días después se hubieran admirado si se les hubiera dicho que eran amigas; aquello no tenía razón de ser. Fantina había quedado sola. La había abandonado el padre de su hija y estos rompimientos son irrevocables.  Se encontró absolutamente aislada, con el hábito del trabajo de menos y la afición al placer de más. Impulsada por sus relaciones con Tholomyes a desdeñar el único oficio que sabía, había descuidado sus medios de trabajo y todas las puertas llegaron a cerrársele.

No le quedó ningún recurso; apenas sabía leer e ignoraba el arte de escribir; en su niñez no la habían enseñado sino a poner su nombre. Un memorialista tuvo que ponerle una carta para Tholomyies, después otra, luego una tercera. Tholomyies no contestó a ninguna. Cierto día, Fantina oyó decir a sus compañeras, que miraban a su hija: “¿Hay por ventura quien se tome en serio esos niños? Una se encoge de hombros y nada más”. Entonces pensó que Tholomyes se habría también encogido de hombros por aquel ser inocente y que no lo iba a tomar en serio; su corazón se puso tétrico para todo lo relacionado con aquel hombre. Pero ¿qué partido tomar? Ignoraba a quién dirigirse.   Había cometido una falta, pero en el fondo de su naturaleza, como sabemos bien, guardaba el pudor y la virtud. Sentía vagamente que se encontraba en vísperas de caer en el desfallecimiento y resbalar a lo peor. Era preciso valor; lo tuvo y se creció en sí misma. Se le ocurrió la idea de volver a su ciudad natal, a M*, -a orillas del M*-. Allí, tal vez, se encontraría con quien la conociese y le proporcionase trabajo; sí, pero era preciso ocultar su falta. Entonces entrevió confusamente la necesidad indispensable de una separación más dolorosa aún que la primera. Se compungió su corazón, pero se resolvió.

Fantina, como veremos, poseía el valor fiero de la vida. Había renunciado valientemente al fausto y se había vestido de percal, habiendo destinado todas sus sedas, todos sus perifollos, sus cintas y encajes a su hija, única vanidad que les restaba. Había vendido cuanto tenía, lo cual le produjo doscientos francos. Después de satisfechas sus pequeñas deudas, vinieron a quedarle ochenta francos, aproximadamente.

A los veintidós años, en una deliciosa mañana de primavera, dejó París llevándose a su hija a la espalda. Cualquiera al verlas pasar se hubiera apiadado de una y otra. Aquella mujer no tenía en el mundo más que a aquella criatura, y aquella criatura no tenía en el mundo más que a aquella mujer. Fantina había amamantado a su hija, lo cual había fatigado su pecho y tosía un poco.

Como viera al pasar junto al bodegón Thenardier a las dos niñitas, tan alegres en su monstruoso columpio, quedó hasta cierto punto deslumbrada y se detuvo ante aquella visión de alegría.

Existen encantamientos. Aquellas dos criaturas lo fueron en verdad para aquella madre. Las contempló conmovida. La presencia de los ángeles es anuncio del paraíso. Creyó ver por encima de aquel figón el misterioso Aquí de la Providencia. ¡Aquellas dos pequeñuelas eran evidentemente dichosas! Las miraba y se admiraba ella verdaderamente enternecida, tanto que en el preciso momento de tomar la madre aliento, entre dos versos de la canción, no puso abstenerse de decir la frase que acabamos de leer:
-Tiene dos hermosas niñas, señora.

Los seres más feroces se sienten desarmados cuando se acaricia a sus pequeñuelos.

La madre levantó la cabeza, dio las gracias e invitó a la transeúnte a que se sentara en el peldaño de la puerta; ella estaba sentada en el umbral. Las mujeres hablaron.

-Me llamo Thenardier- dijo la madre de las dos niñas. Somos los dueños de esta hostería.

Era la señora Thenardier una mujer colaboradora, angulosa, de carnes apretadas; el tipo de la mujer de soldado llevada al extremo. Y cosa rara, tenía cierto aire melancólico que debía a las lecturas novelescas. Era melindrosa y hombruna. Las antiguas novelas, invadiendo las imaginaciones de los bodegoneros, producen semejantes efectos. Era joven aún, pues apenas contaba treinta años.

La viajera refirió su historia, aunque algo modificada.

La niña abrió dos grandes ojos azules como los de su madre. Miró ¿qué? Nada, todo, con ese aire grave y a veces severo de los niños, que es un misterio de su luminosa inocencia ante nuestros crepúsculos de virtudes. Podría decirse que saben que ellos son ángeles, nosotros somos hombres. Después, la niña se echó a reír y, aunque su madre quiso detenerla, se deslizó al suelo con la indomable energía de un pequeño ser que quiere correr. Repentinamente descubrió a las otras dos sobre el columpio, se detuvo enseguida y sacó la lengua en señal de admiración.

La tía Thenardier desató a sus hijas, las hizo bajar del columpio y dijo:
-          Ea! Jueguen las tres.
-           
Aquellos angelitos se avinieron enseguida y, al cabo de un minuto, las niñas Thenardier jugaban con la recién llegada a hacer agujeros en el suelo, ¡placer inmenso! La recién llegada era muy alegre; la bondad de la madre se hallaba escrita en la alegría de la chicuela; había tomado un palito que le servía de pala y cavaba enérgicamente una fosa como para una mosca. La misma obra de un enterrador viene a ser cosa de risa hecha por un niño.

Las dos mujeres continuaban hablando.
-¿Cómo se llama la niña?
-Cosette.

Victor Marie Hugo (1802-1885), mejor conocido como Victor Hugo, poeta, novelista y dramaturgo francés, cuyas grandes obras son representativas del romanticismo francés, fue testigo de cambios más dramáticos de su época y de Francia en particular.

Etiquetas: madres, abandono, infancia

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