David Elkins
La
desesperación es una alteración del ánimo más profunda que el sufrimiento
normal: es el llanto del alma, un mensaje de dolor desde el centro mismo de
nuestro ser. La verdadera desesperación no es como la depresión clínica; no es
una enfermedad psicológica que se pueda curar mediante la última droga o
técnica psiquiátrica. La desesperación es parte de la condición humana, una
parte dolorosa y, sin embargo, habitual de nuestro viaje. Si vivimos lo
suficiente, conoceremos esas “oscuras noches del alma” en las que la fe y la
esperanza están lejos y la desesperación nos invade.
La desesperación suele asociarse con
una pérdida de contacto. Los humanos tenemos una maravillosa capacidad de
conectarnos profundamente con otros. Pero cuando se pierde esta conexión, con
frecuencia caemos en la desesperación. Como psicólogo, he visto a mucha gente
en esas condiciones. Recuerdo a una madre que venía al consultorio y lloraba en
todas las sesiones porque su pequeña hija se había ahogado en una piscina
particular. Recuerdo a una pareja divorciada que lloraban juntos porque su hijo
adolescente, a quienes ambos habían amado más que a la vida, un día se murió.
Recuerdo a una mujer de veintitantos años, con su hijita sentada a su lado,
contándome como extrañaba a su marido, recientemente muerto en un accidente de
aviación, y como lo extrañaba la niña. La desesperación es auténtica, y
desciende sobre nosotros cuando perdemos a quienes amamos.
También he visto otro tipo de
desesperación: la que nos invade, no porque perdimos contacto con algún otro,
sino porque perdimos contacto con nuestra propia alma. Esta forma de
desesperación es muy concreta, aunque no se le reconoce fácilmente. El alma
sufre cuando no se le cuida, cuando olvidamos nutrirla de amor, de bondad, de
belleza y de verdad. Cuando descuidamos el alma empieza a marchitarse y a
morir. Y cuando el alma se muere el resultado inevitable es la desesperación.
Un terapeuta
amable y cuidadoso puede ayudarnos cuando estamos desesperados, no porque los
terapeutas tengan una “varita mágica”, sino porque necesitamos que otro ser
humano sea testigo de nuestra desesperación. Necesitamos otro que camine a
través de la oscuridad, que nos ayude a seguir adelante. En griego, la palabra psique significa “alma”, y originalmente
la palabra terapeuta quería decir
“servidor” o “acompañante”. Por lo tanto, psicoterapeuta
literalmente significa “un servidor o acompañante del alma”. Cuando funciona de
un modo optimo, la psicoterapia es un proceso por el cual superamos el dolor de
la desesperación mediante el aprendizaje de reconectarnos con nuestras almas.
Pero
para reconectarse con el alma debemos encontrar caminos que conduzcan al alma,
vías de acceso a la dimensión interior de nuestro ser. Algunos seres humanos han
estado ocupándose del alma durante miles de años, y esto, por suerte, hace
nuestra tarea más fácil. Aquí yo quisiera sugerir algunos caminos hacia el alma
que pueden ser utilizados en la terapia.
La
relación sanadora
Primero: sabemos desde hace años que la
calidad de la relación del terapeuta y el cliente en un factor crucial en la
cura. Irving Yalom, psiquiatra del Centro Medico de Stanford, decía que hay
cientos de estudios académicos que demuestran que la calidad de la relación
terapéutica está significativamente relacionada con el resultado de la terapia.
Y solía decir que la lección más importante que debe atender una terapeuta es:
“la relación es lo que cura”.
Pero
¿Qué significa que la relación es lo que cura? Pienso que es otro modo de decir
que el terapeuta nutre el alma del cliente y así es como se cura. El amor es el
sanador más poderoso del alma herida, y en la relación terapéutica el amor se
manifiesta como empatía, cuidado, calidez, respeto, honestidad y aceptación. La
presencia de estos factores convierte la terapia en un contenedor para la
construcción del alma. Y hacen posible el contacto de alma a alma. Si en la
base de la desesperación subyace la pérdida de conexión con otros, está claro
por qué la psicoterapia puede ayudar. Por lo general la reconexión empieza a
tener lugar en la terapia. Terapeuta y cliente toman contacto como dos seres
humanos y el cliente empieza a reconectarse con su propia alma.
Esto
tiene consecuencia para el terapeuta. Yo solo puedo ser sanador del alma cuando
estoy en contacto con mi propia alma. Solo podemos tocar al otro en profundidad
desde el punto en que estamos conectados con nuestro propio interior. Si quiero
llegar a mi cliente desde un punto superficial de mí mismo, no podré tomar
contacto con su alma. Pero si estoy familiarizado con las regiones de mi alma y
puedo acceder rápidamente a esta dimensión de mi propia sanación, entonces seré
capaz de contactar con mi cliente a un nivel más profundo y construir una
relación en la que sea posible sanar mi alma. Como dice Paul Tillich: “La
profundidad habla a la profundidad”.
Segundo: la relación terapéutica es
importante, pero también lo es que el cliente sepa que la terapia no es
simplemente una situación a la cual la
gente se dirige para que le cuiden y le alimenten el alma. La psicoterapia es
un aprendizaje, por el cual el cliente aprende a cuidar a su propia alma. Debe
mostrarse al cliente que hay innumerables actividades y experiencias que nutren
el alma.
De
hecho casi todo lo que movilice, revuelva o le hable a nuestras profundidades
tiene esa capacidad. La narrativa, la poesía, la música, la pintura, la
escultura, el cine, el teatro, la danza, la religión, la naturaleza y todos los
procesos creativos son fuentes potenciales para la alimentación del alma.
Como
un chamán que escoge cuidadosamente hierbas y raíces, para un rito de sanación,
el terapeuta debe ayudar a cada cliente a encontrar esas cosas de la vida que
nutren su alma. Es importantísimo que el terapeuta sepa que aquello que nutre
el alma difiere radicalmente de una persona a otra, y así evite caer en la
premisa elitista de que solo la música clásica, el arte y la literatura pueden
cumplir esa función. Mientras que algunos pueden hallar en Mozart, Beethoven,
Rilke o Van Gogh excelentes cuerpos de alimentos para el alma, para otros una
canción folclórica puede ser una vía
directa hacia el mismo lugar.
Una
caminata en las montañas o un viaje para un campamento en el desierto pueden
nutrir el alma de alguien que se aburre en las óperas o en las galerías de
arte. De modo que, si queremos ayudar a nuestros pacientes, debemos permitirles
descubrir las actividades y experiencias que realmente cubran las necesidades
de sus almas únicas y originales.
También
es importante que el paciente comience un programa regular y consistente de
actividades nutrientes para el alma. Para unos, pueden ser caminatas de rutina
por las orillas de un rio o lago; para otros coleccionar poemas o grabar todas
las canciones que los movilizan profundamente. Hace unos años tuve una paciente
que fue a ver El fantasma de la ópera
y lloro en el consultorio cuando me dijo cuan profundamente la música y el
relato había llegado a su alma. En una época en que yo transitaba por un
periodo muy duro, la película La sociedad
de los poetas muertos me llegó hasta el alma y me dio una nueva
perspectiva. Conozco a una mujer que ama
la música de Beethoven y que llegó a superar una dolorosa depresión
tocando sus composiciones una y otra vez; dice que la música es lo que la
sostiene.
Conozco
a una colega que tiene dos doctorados, uno en psicología y otro en literatura;
durante años, ayudó a que los internos en hospitales psiquiátricos pudieran
nutrir y sanar sus almas mediante la escritura de poemas que eran compartidos
en grupos terapéuticos.
Respuestas
a la desesperación
Por
lo tanto, hacer psicoterapia desde la perspectiva del alma significa que el
alma se encuentra en el centro mismo del proceso terapéutico. Desde este modo,
la terapia se convierte en un ámbito en el cual el terapeuta nutre el alma del
paciente, y un campo de entrenamiento en el cual el paciente aprende como
nutrir su propia alma. Esto no significa que no se utilicen otras técnicas
basadas en otras teorías, pero sí que todo está puesto al servicio del alma y
es evaluado desde esta perspectiva.
Creo
que aun en medio de la más profunda desesperación hay esperanza. Viktor Frankl,
el que escribió El hombre en busca de
sentido, fue profesor mío durante mis estudios de posgrado. En la Segunda
Guerra Mundial, Frankl fue prisionero en los campos hitlerianos de concentración.
Todos los miembros de su familia, incluyendo a su esposa que tenía 24 años
terminaron muertos en esos campos. Aun así, Frankl emergió de su “noche oscura
del alma” y pasó su vida haciendo un compasivo servicio a otros.
En
última instancia, la fe es la única respuesta a la desesperación. Carl Jung
decía: “El hombre nunca consigue ayuda para su sufrimiento mediante aquello que
él piensa por sí mismo, sino mediante las revelaciones de una sabiduría más
grande que la suya. Esto es lo único que lo eleva más allá de su malestar”.
Cuando
Viktor Frankl fue liberado, en Auschwitz, sobre el final de la guerra, vio que
no tenía ningún lugar a donde ir. Su familia, asesinada, la ciudad en que había
vivido, en ruinas, la misma Europa estaba diezmada. La desesperanza de la
guerra todavía flotaba en el aire y llenaba el corazón de Frankl. Su larga y
oscura noche le había dejado un daño irreparable, que lo acompañaría por el
resto de su vida. Sin embargo, llegó un momento en el que el amanecer iluminó
el cielo hacia el Este y una nueva vida hizo nacer las primeras ramas verdes en
su corazón. Unos días después de la liberación, Frankl andaba por un camino de
campo que atravesaba un llano lleno de flores. “Me detuve, mire a mi alrededor
y alce la vista al cielo” cuenta Frankl. “Y entonces caí de rodillas.” En ese
momento entendía muy poco de mí mismo o acerca del mundo, y solo una frase había
quedado en mi mente: “Llamé al Señor desde mi estrecha prisión y El me
respondió desde la libertad del espacio”. No recuerdo cuanto tiempo quede ahí
arrodillado, repitiendo esta frase. Pero sé que ese día, a esa misma hora,
comenzó mi nueva vida. Paso a paso fui avanzando, hasta que volví a convertirme
en un ser humano”.
Tomado
de Elkins,D. (1999) Alma en terapia. Rev.
UNO MISMO. No. 192. Págs. 92-95
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