Juan Carlos Kreimer
Difícil amar a oscuras
Al
casarnos, muchos repetimos, como contrato de incondicionalidad matrimonial, eso
de “te acepto para lo mejor o lo peor, en
la riqueza y en la pobreza, en la salud o en la enfermedad”. Algunos lo
firmamos, de puño y letra, con testigos y hasta un juez presente, en un libro
público. Pero con una idea bastante remota de lo que me significaba. Porque en
la práctica, nuestro amor es siempre condicional; responde más realistamente a
expectativas tipo: “te aceptaré en la
medida de lo que me des: que no engordes, que te tiñas el pelo de otro color,
que creas lo mismo que yo, que no me rompas…”
Cuando digo “te acepto para lo mejor o lo peor”, la parte que estuvo
escondiendo lo peor de mi toda mi vida, por temor a no gustar y ser rechazado,
podría correrse del centro y dejar lugar para que muestre mi “peor”. Al
pretender más méritos con lo “mejor”, ahí donde antes yo era agradable y atento,
ahora me transformo en controlador y exigente. En vez de dos amantes románticos
nos volvemos dos románticos que dan batalla a las partes más feas e infantiles
de sí mismos: personajes que actúan Lo Que Debe Ser a partir de un libreto al
que llaman Vínculo.
Nadie explica a quienes se juntan o
casan que la gracias de ese cambio de estado civil reside en que la pareja y el
matrimonio están específicamente diseñados para permitir que los usuarios
caigamos del amor a la realidad. Ni que su virtud es que lo que estaba oculto
ahora puede revelarse. Quien deseaba liberarse de su ego, sus pretensiones, su
máscara, su rendimiento, aquí tiene la oportunidad para empezar la tarea.
Nadie asegura que el otro, o la otra,
nos aceptará totalmente con todo lo que nos desluce. Pero tampoco nadie puede
mantener su fachada las veinticuatro horas del día.
Toda relación amorosa nos enfrenta
inevitablemente con nuestra sombra, con las características, creencias, estilos
oscuros y no reconocidos de nuestra psique. Por supuesto, puedo divorciarme de
esos aspectos –a como hacen tantos hombres y tantas mujeres, y huir hacia el Simulador,
pero entonces la sombra se hace más extensa.
El
filósofo francés Gustave Thibon escribió: “La
vanidad corre, el amor excava. Si huyo de mi yo, mi prisión huye conmigo y me
cierra a causa de todo lo que desplaza. Si profundizo en mí mismo, desgajo mi
personaje y dejo aparecer a mi ser”.
Cuando
establecemos un compromiso –matrimonio, hogar, trabajo, ocupación, vocación…– tenemos
la oportunidad de sacarnos la careta y descubrir cómo somos realmente.
Inconveniente
habitual: el otro nos gana de mano y, con intención de ayuda, empieza a
informarnos acerca de lo que descubre en nosotros y no le gusta. Como, por lo
general, lo hace en el marco de una discusión y en tono de reproche, la
devolución suena a crítica, no a comprensión. Más que despertar el
reconocimiento de nuestros aspectos sombríos, nos despierta ganas de romper con
el espejo.
Cuando
emerge la sombra del otro, pocos tenemos capacidad
asistencial suficiente para aceptar y explicarle que eso no es toda su
persona, y que eso que le pasa o es su forma de ser no es lo más terrible que
puede ocurrirle. Ni que no debemos luchar contra ella sino tomarla como un
interlocutor, como alguien con quien hablar y de quien necesitamos aprender a
escuchar. Por lo general, hacemos todo lo contrario y manifestamos nuestra
intolerancia hacia la sombra del otro.
Reacción
habitual: entender esos aspectos como una proyección del otro, enterrarlos,
cerrarnos a ellos y a todo lo que nos disgusta de cuanto nos señala el otro.
Reacción
colateral: comenzar a desoír, uno y otro, lo que nos dicen nuestras respectivas
sombras.
A un
amigo, trece años de matrimonio y cinco de noviazgo, todavía le cuesta
sintonizar esas voces. Recientemente, cuando su esposa le pidió participar en
unas entrevistas con un terapeuta de pareja, él cometió un lapsus revelador:
“¿Para qué? ¿Acaso crees que podamos estar peor? La razón por la que ella
quería esas sesiones era – lo descubrió ahí – que no podía soportar que él
bebiera; en su sombra se esconde el recuerdo de un padre alcohólico.
Una relación profundizada es un entendimiento
profundizado de cómo el pasado de una persona se hace presente. Gradualmente,
pelamos todas las capas mostrables, dejamos de encandilarnos con el cuento de
nuestras respectivas vidas. Porque no es que yo “sepa” mi historia y se la
cuente: se trata de aceptar que no la sé, de confiar en la persona amada y
descubrirla a medida que me abro en una vulnerable honestidad. Sólo entonces
cuando oigo por primera vez mi historia ignorada, exploramos juntos las de cada
uno y tejemos otra juntos, en común: la nuestra.
Matrimonio
e intimidad comparten el misterio del viaje espiritual: no se trata de entender
–entenderse uno al otro– sino de “permitirnos
conocernos, permitir que nos conozcan, permitirnos conocer al otro”. Cuanto
más aferrado estoy a lo que conozco de una persona, en cierto sentido, menos la
conozco. A medida que acepto que ella, como yo, también es un abismo profundo,
empiezo a darme cuenta de que hay lugares en ella que jamás conoceré.
Tomado
de:
Kreimer,
J.C. (s/f). Intimidad. Rev. Uno Mismo.
Vol. V (1)
Comentarios
Publicar un comentario