Juan Carlos Kreimer
Dejar
ir
Hace
un par de años, estábamos al borde de un colapso: necesitábamos ella y yo, más
intimidad, y al mismo tiempo nos encontrábamos imposibilitados para lograrla.
No era que no nos la concediéramos: no se daba. Olvidé a partir de qué momento
decidimos quitarnos el peso de la exigencia de “tener que tener” espacios de
tiempo específicos para estar cerca.
Sólo recuerdo que ambos seguimos
“haciendo” mucho, pero desde una conciencia distinta: sabíamos que podíamos “volver”
a él. Anduviéramos por donde anduviéramos, hiciéramos lo que hiciéramos cada
uno por su lado, empezamos a sentirnos algo así como representantes de un
acuerdo íntimo.
La intimidad buscada aparecía bajo
otras formas. Una charla en el auto, al dormirnos abrazados, en el silencio de
una tarde del domingo… Al reencontrarnos, advertíamos que el otro había dado
uno o varios pasos hacia sí mismo, dejaba aflorar algo que antes mantenía
sumergido, nos confiaba algo más crudo.
Escribió Rainer María Rilke: “uno de los grandes dones que dos personas
pueden ofrecerse es custodiar la soledad del otro”. Paradójicamente,
pudimos empezar a sentir que algo se fundía entre nosotros a partir de que
sentíamos que también podíamos esperarnos.
Ninguno podía satisfacer todas las
necesidades del otro, ambos somos demasiado plurales. Forzarnos nos lleva a
extraviar nuestros lugares de soledad y, con ellos, perder nuestros lugares de
silencio y espera, de observar y evaluar la propia experiencia. El reclamo nos
perdería en el camino. Poder alejarnos físicamente facilitó que los espacios
“entre” nosotros se volvieran tan importantes como el estar juntos.
Cuando una relación “demanda”
presencia se vuelve una forma y la forma ocupa el lugar del camino.
Recientemente, investigadores del funcionamiento cerebral detectaron que cuando
el espacio de una persona ha sido devorado por el de una relación, esa persona
sueña menos o es borrado con más facilidad lo soñado.
“Pasar
momentos lejos del otro es importante en una relación íntima, pero más
importante es cómo se pasa ese tiempo. Pasar tiempo separados puede contribuir
a que cada uno recupere su intimidad consigo mismo, y desde ahí, resignificar
la del compañero” (Sam
Keen).
Tal vez no haya aspecto más importante
en una relación que el derecho a la soledad. Volver al centro de nuestro propio
ser sin estar, ni sentirnos, afectados por el ego de nuestra pareja, ni por el
que nos aparecía cuando estábamos excesivamente juntos, nos resultó un oxigeno:
en un principio, evitó que la relación se tornara aburrida, se desgastara y que
la sensibilidad y el respeto por el otro comenzaran a diluirse.
¿Demasiado contacto puede resultar
alarmante, como mirarse mucho al espejo o desde muy cerca? ¿Algunas partes de
nosotros pueden aparecer en la imagen reflejada dentro de los ojos de nuestra
pareja y hacernos pensar que se trata de proyecciones tipo “ese eres tú, no soy
yo”?
El arte de dejarse ir no es
suficientemente apreciado o no es suficientemente cultivado. Un sinnúmero de
divorcios tal vez podría haberse evitado si los miembros de la pareja nos
hubiéramos permitido separaciones breves. Por momentos una adecuada distancia
(“aire”) hubiera dado mayor comprensión que la cercanía.
Sombras de la relación
La indiscriminación
borra también los mensajes del propio cuerpo. La sexualidad amorosa es también
un elixir real, un verdadero solvente del conocimiento intelectual; en
especial, al cabo de un tiempo de convivencia, cuando decae la intensidad de
los encuentros iniciales y el contacto físico se torna “algo normal”. Conozco a
muchos hombres y a muchas mujeres que, como yo, entraron en crisis en ese
momento por estar demasiado condicionados a esperar una intensidad en la
sexualidad similar a la de sus primeras épocas.
Cuando
vieron que mermaba, muchos rompimos parejas y matrimonios. Creímos que algo
andaba mal en la relación. Aparecieron recetas: perfumarse, aceitarse, cambia
la iluminación del cuarto, relajarse, tocar determinados puntos hipersensibles,
sábanas de seda… Pero ninguna consideró lo que quizás nos estuviera pasando:
que la sexualidad comenzaba a reflejar sobre las profundidades de cada uno el
carácter de la relación.
Al
principio, en el periodo de romance, podemos actuar tontamente, y el sexo puede
parecer más interesante de lo que somos verdaderamente cada uno. La obra se
mantiene en cartel durante varias temporadas, hasta que en una función, el o la
protagonista descubre que no puede representar más ese papel; el cuerpo se
desempeña, rinde, satisface… pero no miente.
En
otras épocas –y en muchos adultos que no han procesado las transformaciones
genéricas e intergenéricas de las últimas décadas–, lo habitual era compensar
el desgaste de la relación con una cama afuera. Hoy por miedo al sida o por
trabajo sobre sí mismos, bastantes hombres y mujeres buscamos insuflar
congruencia a nuestras vidas y a nuestras relaciones a partir de un sinceramiento emocional. Cambios y
elastización de roles, reformulaciones del sentido de la pareja y del
compromiso, nuevas respuestas ante las exigencias sociales, mayor autorespeto y
estima, son algunas consecuencias de buscar otros modos de tratarnos.
Pese
a los avances introducidos por las psicologías, las mujeres, la revolución
sexual en décadas recientes, sobreviven “malentendidos de base”. Vinculo esos
malos entendidos con el hecho de que las mujeres compraron los mensajes
–siniestros– que los hombres estuvimos enviándoles durante casi tres siglos: de
que lo valioso es manejarse, trabajar y tener éxito en el mercado, y que el
hogar y la crianza de los hijos son de importancia secundaria.
Desde
que las mujeres entraron en el mundo de los trabajos profesionales, la mayoría
de ellas aceptó puntos de vista masculinos acerca del mundo y de lo que vale o
es significativo. No digo que la mujer vuelva al hogar; solo quiero subrayar
que ahora ambos desvalorizamos ese ámbito y la crianza, sin importar quien los
lleve a cabo. Según lo veo, esto tuvo más influencia que mucha proclama de
liberación.
Como
desvalorizamos la crianza y conformamos una sociedad basada primariamente en la
competencia y no en la solidaridad, colocamos una gran carga sobre la
intimidad. A un compañero de trabajo le gusta repetir: “El sexo es lo único verde que sobrevive en un mundo de cemento”.
De
alguna manera, la revolución sexual fue tan represiva de la sexualidad como la
ética puritana. Esta decía: “No lo hagas” o “Hazlo sólo bajo ciertas
condiciones”. En los últimos años, me cansé de escuchar que “todo lo que pase
entre dos adultos debe ser un éxtasis”. Influidos por ese lema, muchos jóvenes
tomamos una relación y la despojamos de todo contenido, profundidad y cuidados
prolongados. Esperábamos que ella nos diera un significado existencial. No es
raro, por lo tanto, que muchos hayamos fracasado: nuestras expectativas iban
más allá de lo que la sexualidad podía darnos. Desconocíamos otras variantes de
la intimidad.
Como
no podemos intimar con nosotros mismos, ni con el mundo natural, ni con
nuestros compañeros de trabajo, como hay tan poca solidaridad por allí,
colocamos semejante carga en la relación íntima. Pero ninguna puede satisfacer
todas nuestras necesidades de cuidados. A veces pienso que lo que hemos perdido
en la sociedad moderna es el sentido de vivir en el centro de un mundo con el
que nos logremos sentir íntimamente conectados. Los pigmeos, pueblo
sensiblemente ligado a su entorno, son un ejemplo excelente de esta interdependencia:
hablan del mundo natural en términos de
familia-madre-naturaleza-abuelo-estrella.
Nosotros,
por el contrario, estamos aislados y tenemos una vaga conciencia de que vivimos
en medios extraños, ajenos y hasta hostiles con nosotros. Entonces deseamos que
la relación con otra persona, o con nuestra familia inmediata, satisfaga toda
necesidad de intimidad. Cuando no lo hace, decimos “En algo hemos fallado”.
Tomado
de:
Kreimer, J.C.
(s/f). Intimidad. Rev. Uno Mismo. Vol. V (1)
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