Tenía once años cuando mi madre me
llamó a su cuarto para decirme que se iba a divorciar. Por años yo ya sabía que
mis padres eran muy infelices, y rezaba
por las noches pidiendo que ellos no se separaran. Hincada al lado de mi cama,
yo decía “Por favor bendice a mi Mami y a mi Papi y por favor, Dios, no dejes
que se divorcien!” No sabía a dónde iría, qué pasaría conmigo. Pensaba que
sería enviada a la corte y que tendría que pararme frente a un juez con mi mamá y mi papá a cada lado de la corte, y que me
pediría que eligiera a quien de los dos amaba más, con quien desearía vivir. Y
yo no quería tener que tomar tal decisión… Creía que si me iba con mi padre,
perdería el cariño de mi mamá, pero que si me iba con ella, mi papá sí me
seguiría queriendo. Yo preferiría irme con mi papá porque en general era más
fácil vivir con él y porque sentía que me amaba, pero no quería perder a mi
mamá.
El
día que mi mamá me dijo que quería divorciarse, empecé a llorar. “¿Qué es lo
que voy a hacer? ¿A dónde me iré? Pregunté.
“¡En lo único que piensas
es en ti!- dijo ella. ¿Nunca puedes pensar en los sentimientos de los demás?”
Inmediatamente dejé de
llorar, avergonzada. “Lo siento, mami, no fue mi intención”.
“Vete a tu cuarto”, me
contestó.
Y así lo hice. Era un
jueves por la noche; yo veía “Hechizada”. Me quedé viendo al techo por un buen
rato. Cuando escuché que mi papá abría la puerta, corrí escaleras abajo a
encontrarlo mientras él se quitaba su abrigo.
“Mi mamá me dijo que se van
a divorciar”
“¿Qué, qué?” y se echó a
reír.
…”Que se van a divorciar…
¿por qué te ríes’”
Sin contestarme, subió las
escaleras y se dirigió a su cuarto.
Al día siguiente, mi mamá
no dijo ni una palabra al respecto, y yo tampoco pregunté.
Cuando mi mamá se enojaba
conmigo, me decía que yo era egoísta. Que yo siempre pensaba en mí antes que en
ella o mi hermano. Ser egoísta era lo mismo que ser mala. Tal vez por ser
egoísta mi mamá no me quería, yo pensaba. Crecí con la creencia de que no sería
amada si pensaba en mi misma.
La comida era una manera de
secretamente darme algo. Cuando me comía tres paquetes de galletas de naranja
con relleno cremoso, no tenía que pedírselo a nadie. Nadie podía ver que yo
deseaba eso u otra cosa, para mí.
Una tarde iba yo pasando
cerca de la puerta del cuarto de mis padres y escuché a mi hermano llorar.
Estaba hablando con mi padre: “Compré unos paquetes de galletas con mi propio
dinero –uno para mí y otro para Geneen- y han desaparecido. ¿Tú te los
comiste?”
“Probablemente sí Howard”
le contestó mi papá. Y “Lo siento. No sabía que eran tuyas y las estabas
guardando.”
Yo me fui silenciosamente
hacia mi cuarto. Me tomó 20 años poder decirle a mi hermano que había sido yo,
y no mi papá, quien se había comido todas las galletas.
Estaba avergonzada de ser
egoísta, me avergonzaba comer tanto, me avergonzaba esconder comida en mis
pijamas, abrigos, bolsillos. Sentía
vergüenza por tantas cosas, pero más que nada, sentía vergüenza de mí misma.
Desde muy joven, aprendí a no
tener control sobre la comida y a tenerlo entre la gente, lo que en realidad es
una manera de compensar muchos de los que somos compulsivos por la comida
hacemos. Todo lo que pensamos que no se
nos está permitido hacer en la vida –con la gente, en el trabajo- nos lo
permitimos con la comida: Comemos la ración más grande, tomamos lo mejor para
nosotros, tomamos más de lo que necesitamos, gastamos dinero, no pensamos en
los demás. Nos damos permiso de tener exactamente lo que queremos. Y por el
resto de nuestra vida, nos la pasamos en una dieta de sentimientos reprimidos.
Porque en algún momento aprendimos que para ser amado, no nos podemos mostrar.
Que para ser amados, no podemos pedir lo que queremos.
Empezamos a definir el
amor, entonces, como algo elusivo, algo que sólo podemos obtener si pretendemos
ser lo que no somos. Aprendimos en los
primeros años de vida a moldearnos en una imagen del niño o la niña perfecta –
aquel que nos imaginamos obtendrá todo el amor que nosotros, por nuestras
imperfecciones, no recibimos. Cuando comíamos, nos sentíamos tanto victoriosos
como desesperados- victorioso porque era la
manera, muchas veces la única, de ser nosotros mismos, y desesperado
porque parecería que siendo nosotros, nos alejaría más y más de lo que más queremos
en la vida: ser amados. Practicamos –y nos hicimos expertos- ser alguien más. Pero
debajo de la envoltura sabemos que la persona que somos, quien verdaderamente
somos, no es digna de ser amada.
Cada vez que comemos de
manera compulsiva, reforzamos la creencia que la única manera que tenemos de obtener
lo que queremos es dándonoslo nosotros mismos, que solamente teniendo el propio
control de lo que comemos garantiza que no nos dará hambre. Al mismo tiempo, y
precisamente porque es una manera de darnos a nosotros mismos, el comer
compulsivamente dispara los viejos mensajes de que somos malos por tener
necesidades y peor aún si las satisfacemos. Se ha convertido en el símbolo que
representa que todo está mal con nosotros: que tenemos necesidades y que
tenemos la arrogancia de satisfacerlas. Cada vez que usamos la comida de manera
compulsiva, disparamos la desesperanza de darnos cuenta que el satisfacer nuestras
necesidades significa que nunca seremos amados.
En este contexto, el comer
compulsivamente es una afirmación del espíritu humano. Es nuestra manera de
decir: “Tu no me puedes doblegar. Aunque soy vulnerable y creo que necesito tu
amor, aunque tal vez me convierta en la persona que tú quieres que sea para
satisfacerte, hay una parte en mí que permanece intacta a pesar de todo. Esta
parte de mí no puede ser vendida o comprada; sabe que es digna de ser amada y
de gozar y de realizarse. Esta parte es la parte de mí que come”
Y es verdad.
Cuando, de niños o adultos,
vivimos en un ambiente en el que aprendemos que cuando expresamos nuestra
humanidad no seremos amados, nos adaptamos. Aprendemos a pretender ser alguien
diferente a quien realmente somos, a pesar de que al mismo tiempo, una fuerte voz
interior nos grita no, y debido a que no la escuchamos, usa la comida como su
lenguaje. Estando controlados precipita el estar fuera de control… de algo:
comida, trabajo, sexo, drogas. También precipita una necesidad de mantener bajo
control aquello que creemos que no recibiremos a menos que controlemos el
recibir. El amor, por ejemplo.
Traducido de:
Roth, G.
(1989). When food is love. Exploring the relationship between eating
and intimacy. A Plume Book: New York
Los terapeutas que ahora trabajan con las addicciones no dicen mas que es "estar fuera de control". Son ajustes creativos para controlar lo que esta fuera de control. Asi que la persona con problemas alimentarios esta tratando de controlar de la mejor manera que pueda, con lo que decide poner, o no, en su cuerpo.
ResponderBorrar"Estando controlados precipita el estar fuera de control…". No funciona asi. Estando controlados nos hace sentir impotentes, menos. Asi que el ajuste creativo es de utilisar cualquier cosa/conducta/substancia encontrada para controlar nuestro mundo Y si me funciona una vez y mas voy a seguir haciendolo. Y asi empieza la addiccion porque necesito este control que he finalmente descubierto y que es mio, y sin este control no puedo aguantar el dolor de vivir en un mundo en donde no tengo ningun control.
BorrarGracias por tu aportación Dominique, es muy importante para nosotros que terapeutas como tu sigan el blog y lo retroalimenten.
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