Patricia Vidal Ruibal
El amor es una fuerza energética que
intenta pasar a través de nosotros y, cuando no lo logra, su estancamiento
genera sufrimiento y síntomas. Todos hemos experimentado en algún momento el
amor que no pudo ser expresado, por ejemplo: frente a una perdida repentina el
corazón parece partirse, y la sensación de estar confuso es como decir: “¿y
ahora qué hago con lo que está en mi corazón”? Es el amor que no sabemos dónde
ponerlo. Hasta que la vida nos enseña y nos regala oportunidades para dejar
fluir el amor al servicio de la vida, si es que hacia allí decidimos mirar.
Existe un nivel de amor en la fuerza
subyacente que nos dio la vida, en la unión de un hombre y una mujer: el amor
espiritual que nos trasciende. Y creo que existe otro nivel del amor que se
mezcla con otras afectividades, y que experimentamos de manera más consciente,
resguardándolo a través del ego.
Los niños absorben estas distorsiones
que el ego ha generado en los adultos que lo rodean y, van perdiendo la
conexión con el amor que alimenta su Ser. Después podemos decir que sabemos
quién nos ama (o lo suponemos): “papá, mamá, etcétera”, pero cada vez menos
vivimos el amor. Y los niños se van adaptando a formas de relacionamiento familiar
estereotipadas, cuando paradójicamente la familia es el lugar donde “anida” el
amor.
También es cierto que es en la familia
donde sucede toda suerte de atrocidades, y donde aprendemos a generar
estructuras de sobrevivencia que dejan al amor por fuera, y hacia el fondo.
Cuando el niño es forzado por las circunstancias familiares a valerse por sí
mismo demasiado temprano, y se ve obligado a desarrollar sus propios recursos
para lidiar con el mundo exterior, pierde el contacto con la capacidad innata
de simplemente ser.
Por supuesto, esta estructura del yo
que desarrollamos en nuestra familia y de la que salimos “especializados”, es
la que necesitamos para afianzar el yo y desarrollar la voluntad, y a la vez es
la que más solos nos deja. Se va volviendo cada vez más difícil asentir a
nuestros padres, y a la vida tal como se presenta frente a nosotros. Comenzamos
a decir no para probarnos a nosotros mismos, y crear la ilusión de que podemos
cambiar nuestro destino a nuestro antojo. Ya nos permitirnos mecernos en el
manantial de la vida. Y la fuerza del amor se debilita; pero siempre permanece
en el fondo.
Es en ese tiempo de la infancia donde
los niños por ese mismo amor son llevados inconscientemente a ocupar lugares
que no les corresponde, y donde desarrollan síntomas de sobrevivencia que
tienen el costo de limitarnos, o impedirles la satisfacción amorosa necesaria
para el bienestar de su Ser.
En estos días observo cada vez con más
claridad y frecuencia, que el mensaje
que viene implícito en las dificultades que trae a los niños a psicoterapia,
está relacionado directamente al sufrimiento de alguno de sus queridos mayores
(padres o abuelos). Y esto es una cadena, dado que mucho de ese daño que
mencionábamos que sucede en las familias respecto a los niños, responde a este
desorden del amor. Los padres tal vez ponen su corazón en otro lugar, en otros
seres queridos, en situaciones inconclusas del pasado, y no miran realmente a
sus hijos. Los hijos entonces muchas veces se identifican con aquello que su
madre o padre miran. De ese modo creen poder cargar con lo que creen apena a
sus padres, y a la vez recibir la atención que desean.
Todas estas relaciones desencontradas
también responden al amor, pero generan sufrimiento por el desorden y la
imposibilidad de ver. El amor que quedó bloqueado o interrumpido en un lugar de
la cadena familiar, no puede continuar su camino como las aguas del rio, hacia
adelante, propagando la vida. Y genera daños, por forzados intentos
individuales de compensar o reparar, también por amor, lo que no nos
corresponde. Como sea, la vida se abre camino y continúa hacia adelante. Es
como el principio gestáltico de la percepción, en el que buscamos completar la
forma. Completamos la imagen, completamos el movimiento.
Cuando somos niños, tomamos
incondicionalmente lo que nos llega de nuestros padres. Es el tiempo de
recibir, de dejarnos llevar. Todo lo que dan los padres es vivido por nosotros
como amor, y la necesidad más importante es la de pertenecer, ser incluidos en
su mundo. Cuando se le pide a un niño comprensión, ayuda o algo similar al rol
de adulto, cualquier actitud que se espere de él fuera de su dimensión lúdica y
naturalmente receptiva, se le quita la fuerza que en ese tiempo el niño
necesita tomar.
Hacia la adolescencia esa fuerza nos
dirige hacia otros que no pertenecen a nuestro sistema familiar, y es el tiempo
de aprender a manejarla para lograr el autocontrol. Esa fuerza se manifiesta en
la sexualidad, que es como agua que brota inevitablemente, salpicando todos los
actos de la existencia. Y en ese tiempo de aprender a dirigir la fuerza
necesitamos el reconocimiento de nuestros padres, como seres sexuados y capaces
de dar. Así, comenzamos a entrenarnos en el movimiento de dar y recibir en
nuestras relaciones. Buscamos y experimentamos en el intercambio sexual.
Y ya en la adultez alcanzamos el
tiempo de la intimidad con nosotros mismos, y con el otro. En un orden que nos
permita conectar con la fuerza, que es el amor dentro, el fuego interior, y
desde allí sentir el vínculo de intimidad que nos une con la totalidad: el Gran
Misterio.
En la unión del acto sexual maduro, el
amor se transborda y nace el hijo. Así el ciclo se perpetúa, la familia se
prolonga.
Vivimos un tiempo de confusión y
desorden en el seno de las familias y, por lo tanto, de la sociedad y el mundo.
Las leyes y reglas intrínsecas a cada familia se han distorsionado, y por lo
tanto el equilibrio en las relaciones se ha perdido. La fluidez del amor sin
estas condiciones no es posible y en su lugar aparece la violencia y la
soledad.
El desorden en la familia comenzó en
el gran sistema, de donde toda vida comienza.
De la unión de las energías de nuestro
Padre Sol y de nuestra Madre Tierra, nace toda la vida. Nosotros somos sus
hijos (como todos los seres vivos), pero nos hemos creído mejores y hemos
tomado más energía que la necesaria, abusando de quien nos alimenta. Esta ha
sido nuestra primera irreverencia.
Luego, este mismo modelo de relación
se ha extendido de cada sistema, de mayor a menor, hasta nuestro propio sistema
personal, en la relación con nosotros mismos. Es un modelo prepotente y
autoritario, que no reconoce los lugares que a cada uno corresponde en el orden
de la vida. Esa misma soberbia se manifiesta hoy en día en nuestra familia,
entre padres e hijos, de generación en generación, y nos empobrece y debilita.
Dentro de esto, encontramos que los
niños que están llegando hoy, vienen con una capacidad amorosa extraordinaria,
y actúan cada vez en forma más clara y directa al servicio de restaurar el
equilibrio del amor en la familia. Esto conduce a distorsiones en su desarrollo
personal, que no son más que consecuencias de sus formas de amar.
Referencia
bibliográfica
Vidal, P. (2011). Las formas del amor. Abordaje sistémico del
niño en la familia. Psicolibros Universitario: Montevideo,Uruguay.
Comentarios
Publicar un comentario