Curiosa
en todo, me había inscrito sin saber demasiado qué poner detrás de esta
palabra.
¿Qué
iría a encontrar allí? ¿Un espectáculo con sensaciones fuertes? ¿Una especie de
tauromaquia cruel donde los participantes se lanzan verdades horribles a la
cara? ¿Un lugar donde es indecente no quitarse el velo a pesar de las
reticencias? Yo temía un exhibicionismo colectivo y seguramente
malintencionado.
Podía
ser al contrario, ¿Iría a encontrar un círculo más o menos mágico, preservado
de cualquier sufrimiento, un mundo muy amable de compasión fraterna que curaría
mis heridas?
Yo
esperaba, sin creer demasiado, encontrar esta última versión, temiendo también
buscar un refugio en un paraíso artificial, fuera de los remolinos del mundo
socioeconómico y político.
Hénos
aquí once personas en la cita, esta mañana de abril de 1979, a las nueve horas.
Nos instalamos en una sala grande, llena de colchones y cojines multicolores.
Simpática, a priori, esta ausencia de
mesas y sillas. Primera ruptura del conformismo: aquí las gentes se instalan
donde quieren, como quieren.
A
pesar de todo, no estoy nada tranquila. Observo mi entorno: siete mujeres y
cuatro hombres, de 25 a
50 años más o menos, algunos vestidos de manera clásica, otros, de manera más
fantasiosa. ¿Qué son ellos? ¿Qué vienen a buscar? ¿Tienen tanto miedo como yo?
Algunos han practicado ya este tipo de experiencia, pero la mayoría están en mi
caso: absolutamente neófitos.
Esperamos
todos la palabra del “maestro”, instalado como todo el mundo, en medio de sus
cojines. Aquí es un poco el Oriente: los cojines, la gente en el piso, la
disponibilidad, el tiempo, momentáneamente suspendido, la búsqueda de lo
desconocido. Serge el instructor, propone que se presenten aquellos que lo
deseen y esto de manera como lo deseen: en forma amplia o breve, con palabras,
con gestos o también con un dibujo. Nueva ruptura, no estamos ya en la lógica
igualitaria de “cada uno su turno y del mismo modo”. Este ambiente permisivo me
sorprende, no es ciertamente el que tengo la costumbre de vivir en el hospital,
donde la rigidez de las normas es un asunto bien establecido, que se nos
presenta como inevitable “realidad”.
Después
de este primer contacto, en el cual algunos no participan (y nadie los obliga),
Serge propone algunos ejercicios de caldeamiento para “meternos en el baño”;
primero hacer contacto con el lugar paseándose sin decir una palabra, con todos
nuestros sentidos en alerta: la vista, el oído, pero también el tacto, el olfato.
Después, nos propone seguir con los ojos cerrados, al son de un cassete agradable y pacificador de
música suave.
Nos
metemos en nuestros trayectos de ciegos. Ya en los primeros minutos de este
ejercicio me doy cuenta que mi cuerpo está extrañamente bloqueado; apenas oso
moverme en el interior de un estrecho perímetro donde me siento en relativa
seguridad. Después me doy coraje progresivamente, voy al encuentro de los muros
y de las puertas, tanteando. ¿Estoy buscando a la vez límites y una salida de seguridad
para mi ansiedad?
De
vez en cuando, Serge nos formula algunas sugerencias: tomar conciencia al
máximo de todas nuestras percepciones, sin negar ninguno de nuestros sentidos
(excepto la vista), explorar tranquila, activa y profundamente, con la ayuda de
todo nuestro cuerpo, oler, escuchar, tocar, investigar, frotar, rozar,
acariciar con nuestras manos, con nuestra cara, con nuestra espalda ¿qué sé yo
que más?
Estoy
algo más tranquila; así, tengo el permiso de usar todos mis recursos
sensoriales y no tengo ya que temer el tabú del contacto. Retomo mi camino a
través del cuarto y me vuelvo muy atenta a los olores, a los sonidos, a las
diferencias de color, de textura, de consistencia de los objetos, así como a
las personas. Me siento en un espacio sensible, casi animal. Imagino una
especie de sabana donde se deslizan toda clase de cuadrúpedos, reptiles,
insectos, cada uno con su grito, su olor, su color, su lenguaje y su territorio
preferido.
Después
se trata de abrir de nuevo los ojos, siguiendo nuestras exploraciones. ¡Ay!
¡Choque con lo real! Inquietante extrañeza de este mundo, a la vez próximo
(nuevamente) y lejano, plano y voluminosos, nuevo y sin embargo familiar.
Frente a los otros, mis iniciativas se inhiben. No soy la única, cuando nos reencontramos,
esbozamos pasos de danza. Constato con tristeza a que punto bloqueamos nuestra
creatividad y nuestra espontaneidad; también aquí, en este contexto tolerante,
nos refugiamos, a la primera ocasión, en los gestos estereotipados. Es difícil
liberar las normas sociales tradicionales que limitan nuestros comportamientos.
Después
de todo esto, nos sentamos para compartir verbalmente lo que acabamos de vivir.
Algunos han descubierto sensaciones reprimidas desde hace mucho tiempo; otros,
de repente se interesaron más en las personas que en las cosas, o viceversa;
algunos encontraron angustia, pánico. Marie tenía la sensación de estar
perdida, de no poder controlar nada, de no tener nada para asirse al mundo.
Entonces era ella a la que oía hace rato jadear y sollozar cerca del radiador.
Serge
la incitaba suavemente a continuar abriendo y cerrando el botón del regulador,
sin duda para asegurarle así una toma de realidad, para permitirle tomar
conciencia del hecho de que ella tenía que controlar alguna cosa en este mundo
“nocturno” que parecía despertar en ella angustias arcaicas.
Referencia bibliográfica
Ginger, S. (2004). La Gestalt. Una terapia de contacto. México: El manual moderno.
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