Es con el corazón como
vemos correctamente; lo esencial es invisible a los ojos.
Antoine de
Saint-Exupéry,
El principito
Ahora, los últimos momentos de las vidas de
Gary y Mary Jane Chauncey, un matrimonio completamente entregado a Andrea, su
hija de once años, a quien una parálisis cerebral terminó confinando a una
silla de ruedas. Los Chauncey viajaban en el tren anfibio que se precipitó a un
río de la región pantanosa de Louisiana después de que una barcaza chocara
contra el puente del ferrocarril y lo semidestruyera. Pensando exclusivamente
en su hija Andrea, el matrimonio hizo todo lo posible por salvarla mientras el
tren iba sumergiéndose en el agua y se las arreglaron, de algún modo, para
sacarla a través de una ventanilla y ponerla a salvo en manos del equipo de
rescate. Instantes después, el vagón terminó sumergiéndose en las profundidades
y ambos perecieron. La historia de Andrea, la historia de unos padres cuyo
postrero acto de heroísmo fue el de garantizar la supervivencia de su hija,
refleja unos instantes de un valor casi épico. No cabe la menor duda de que
este tipo de episodios se habrá repetido en innumerables ocasiones a lo largo
de la prehistoria y la historia de la humanidad, por no mencionar las veces que
habrá ocurrido algo similar en el dilatado curso de la evolución. Desde el
punto de vista de la biología evolucionista, la autoinmolación parental está al
servicio del «éxito reproductivo» que supone transmitir los genes a las
generaciones futuras, pero considerado desde la perspectiva de unos padres que
deben tomar una decisión desesperada en una situación límite, no existe más
motivación que el amor.
Este
ejemplar acto de heroísmo parental, que nos permite comprender el poder y el
objetivo de las emociones, constituye un testimonio claro del papel desempeñado
por el amor altruista —y por cualquier otra emoción que sintamos— en la vida de
los seres humanos. De hecho, nuestros sentimientos, nuestras aspiraciones y
nuestros anhelos más profundos constituyen puntos de referencia ineludibles y
nuestra especie debe gran parte de su existencia a la decisiva influencia de
las emociones en los asuntos humanos. El poder de las emociones es
extraordinario, sólo un amor poderoso —la urgencia por salvar al hijo amado,
por ejemplo— puede llevar a unos padres a ir más allá de su propio instinto de
supervivencia individual. Desde el punto de vista del intelecto, se trata de un
sacrificio indiscutiblemente irracional pero, visto desde el corazón, constituye
la única elección posible.
Cuando
los sociobiólogos buscan una explicación al relevante papel que la evolución ha
asignado a las emociones en el psiquismo humano, no dudan en destacar la
preponderancia del corazón sobre la cabeza en los momentos realmente cruciales.
Son las emociones —afirman— las que nos permiten afrontar situaciones demasiado
difíciles —el riesgo, las pérdidas irreparables, la persistencia en el logro de
un objetivo a pesar de las frustraciones, la relación de pareja, la creación de
una familia, etcétera— como para ser resueltas exclusivamente con el intelecto.
Cada emoción nos predispone de un modo diferente a la acción; cada una de ellas
nos señala una dirección que, en el pasado, permitió resolver adecuadamente los
innumerables desafíos a que se ha visto sometida la existencia humana. En este
sentido, nuestro bagaje emocional tiene un extraordinario valor de
supervivencia y esta importancia se ve confirmada por el hecho de que las
emociones han terminado integrándose en el sistema nervioso en forma de
tendencias innatas y automáticas de nuestro corazón.
Cualquier concepción de la naturaleza humana
que soslaye el poder de las emociones pecará de una lamentable miopía. De
hecho, a la luz de las recientes pruebas que nos ofrece la ciencia sobre el
papel desempeñado por las emociones en nuestra vida, hasta el mismo término
homo sapiens —la especie pensante— resulta un tanto equivoco. Todos sabemos por
experiencia propia que nuestras decisiones y nuestras acciones dependen tanto
—y a veces más— de nuestros sentimientos como de nuestros pensamientos. Hemos
sobrevalorado la importancia de los aspectos puramente racionales (de todo lo
que mide el CI) para la existencia humana pero, para bien o para mal, en
aquellos momentos en que nos vemos arrastrados por las emociones, nuestra
inteligencia se ve francamente desbordada.
Referencia
bibliográfica
Goleman.
D. (1997). La inteligencia emocional.
México: Javier Vergara Editor.
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